Viernes, 26 de agosto de 2016 | Hoy
Por Juan Forn
En el fondo de Catanzaro, en Calabria, hay una montaña llamada Falconara. En la cima de la montaña se alzan las ruinas de laTorre del conde Falcone, destruida por un terremoto en el siglo XVII. Con el paso del tiempo, en las laderas de la montaña se fue haciendo un pueblo de pastores, que al principio se llamó Falconetta pero cambió su nombre a San Dragone en 1910, cuando otro movimiento sísmico abrió una grieta en las ruinas de la Torre, que dejó al descubierto una caverna (seguramente los calabozos subterráneos de la vieja Torre) de donde salía una fina columna de humo blanco cada vez que se avecinaba una desgracia. Las desgracias eran muy temidas en San Dragone así que, además de cambiarse el nombre, el pueblo decidió que era hora de tener una iglesia y trajeron un cura de Catanzaro para que diera misa, pero se negaron a ponerle al pueblo un nombre más piadoso.
Llegó la Primera Guerra y todos los hombres saludables del pueblo fueron llamados a filas, entre ellos un pastorcito devenido carpintero que había colaborado mucho en la construcción de la iglesia pero era de no hablar con nadie, ni siquiera con su joven esposa: prefería pasarse sus ratos libres sentado en las ruinas de la torre esperando ver salir la fina columna de humo de sus profundidades. Se llamaba Scauro, pero le decían Scuro, por su sombrío temperamento. Scuro volvió lisiado de la guerra, perdió una pierna y parte de un pulmón, andaba en muletas y se quedaba sin aire al menor esfuerzo. Ya no podía trabajar de carpintero, pasaba los días recluido en su cabaña al cuidado de su esposa María, pero durante su convalescencia en el hospital había aprendido a escribir y a leer con fluidez, así que el cura del pueblo le envió una Biblia a través de María. Scuro leyó y leyó su Biblia de principio a fin y un día llegó a la conclusión de que el Antiguo y el Nuevo Testamento eran dos libros contradictorios, y que sólo la primera parte de la Biblia decía la verdad tal como se la entendía en San Dragone.
Algunas personas del pueblo empezaron a arrimarse a la cabaña de Scuro a oírlo hablar de la religión verdadera y de la religión pagana que adoraba a una Virgen, un Espíritu Santo y un hombre clavado a una cruz. Scuro les decía que un dios misericordioso era por definición un dios falso. Dios sólo podía ser inflexible, inexorable, inescrutable: el dios verdadero era el viejo Dios de los hebreos. Llegó a reunir cincuenta fieles. Ninguno tenía noticia de que había en el mundo otros seguidores del Antiguo Testamento hasta que un viajante de comercio de ascendencia hebrea que pasó por el pueblo les dijo, al despedirse: “Hay otros como ustedes en el mundo” y les dejó la dirección de la gran sinagoga de Roma. Scuro le escribió al rabino. Justo entonces Mussolini promulgó las leyes raciales en Italia. Scuro no se amedrentó, al contrario: volvió a escribir, pidiendo a las autoridades pertinentes ser considerados hijos de Israel. Tuvo suerte, no recibió respuesta.
Hasta que en 1943 comenzó la ocupación del sur de Italia por los aliados. El primer contingente que llegó hasta San Dragone fue la famosa Brigada Palestina, compuesta por judíos de diferentes países de Europa que habían emigrado a Tierra Santa y allí se habían sumado a la lucha contra los nazis. Gracias a ellos obtuvieron Scuro y los suyos reconocimiento de su fe y fueron invitados a sumarse a la construcción del Estado de Israel. Partieron todos, menos Scuro, que no quiso abandonar la tumba de su difunta esposa María. Apoyado en su muleta y acompañado de su único nieto, un niño ciego llamado Giosué, los vio partir en caravana rumbo al puerto de Nápoles y volvió a su cabaña.
El cura del pueblo, entretanto, había pedido reemplazo a la curia, argumentando que, en aquel pueblo, los apóstatas estaban envenenados por la jactancia de ser los poseedores de la verdad y a los creyentes los consumía el temor de estar viviendo según una fe falsa. El nuevo cura era un jovencito que se había ofrecido como voluntario: pensaba íntimamente que en aquel lugar la presencia de Dios era más intensa, si se manifestaba de esas dos maneras, porque los católicos de San Dragone seguían llenando la iglesia en cada misa, casamiento, bautismo o responso, e incluso en las horas muertas se juntaban en las escaleras de la iglesia, pero todo lo hacían con actitud apagada y mecánica. Miraban de reojo las casas cerradas de los que habían partido a Palestina y cada vez que se cruzaban con Scuro por la calle, apoyado en su muleta y acompañado por el niño Giosué, le daban disimuladamente la espalda y hacían la señal de la cruz.
Entonces ocurrió el incendio de su cabaña, aquélla que había sido taller de carpintería y luego templo y luego solitario techo de abuelo y nieto. Era de noche. El pequeño Giosué fue el que dio aviso. Los vecinos contemplaron cómo se llevaban a Scuro en ambulancia. Nadie hizo nada por apagar las llamas. Al día siguiente, cuando el joven cura llevó al niño hasta Catanzaro, a visitar al abuelo en el hospital, Scuro exigió que Giosué se quedara con él. Nada más se supo de él hasta que meses más tarde reapareció por el pueblo, con muleta nueva, el rostro deformado por las quemaduras y el niño ciego a su lado. Se detuvo frente a la iglesia, era obvio que no pensaba entrar, así lo contaban en el pueblo, porque todos estaban espiando desde sus ventanas el episodio. El curita salió a recibirlo, Scuro dijo que venía a agradecer, aunque en todo momento tenía clavada su mirada llameante en la cruz tallada en la puerta de la iglesia, al costado del curita. Después se alejó por las calles del pueblo en dirección a las ruinas de la vieja Torre en la cima del Falconara. Nunca más los vieron, ni al abuelo ni al nieto, pero junto a la grieta humeante que había en las ruinas se encontró su muleta.
Treinta años después, hay otro terremoto en las cercanías de Nápoles. Entre los voluntarios en las tareas de salvataje, un polaco llamado Gustaw Herling reconoce a aquel curita. En realidad al que reconoce es a un viejo sacerdote que se ha presentado varias veces en su casa, porque Herling vive en Nápoles, está casado con la hija de Benedetto Croce y ha heredado la biblioteca del filósofo, y el viejo cura es un estudioso que varias veces se ha presentado a solicitar libros raros en préstamo, que puntillosamente retorna después. Concluidas las tareas de salvataje, en el trayecto de vuelta a Nápoles, el viejo cura le cuenta esta historia a Herling. Hay algo en aquel polaco que alienta a la confianza, a la confidencia. El viejo cura dice que en aquel pueblo de montaña tuvo un colapso nervioso que quizá fuera una crisis de fe, y que desde entonces sus superiores lo eximieron de oficiar misa y escuchar confesión, se le concedió derecho al estudio y a la meditación en una trapa de Nápoles. Sólo interrumpe sus lecturas y cavilaciones para sumarse como voluntario cada vez que hay un terremoto. Dios nos habla a través de las desgracias, le dice a Herling. Y desvía la mirada hacia la ventanilla, cuando agrega con voz ronca y los ojos vidriosos: “Pero yo no logro escucharlo”.
(No quedan más líneas acá para decir quién era Gustaw Herling, pero en la contratapa “El hilo” conté su historia y la de su extraordinario libro Diario escrito de noche, de donde proviene este episodio.)
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