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Sobre el repertorio celeste

 Por Juan Sasturain

“Y su epitafio la sangrienta luna”.
Quevedo.
“Con una franja de oro /
y estrellas de norte a sur”.

Musimessi.

Cada tanto, demasiado poco, de noche o de día, los desnucados ciudadanos miramos para arriba. Para Arriba, diría Marechal. Y ahí están, desde siempre, sobre nuestras cabezas: las evidencias de nuestra minúscula, imperceptible condición.

Nos dicen y parece que no necesitáramos que nos lo dijeran, alumnos desatentos, distraídos por recurrentes boludeces, que los astros –incluido este ambiguo lugar que pisamos– pueblan un negro y frío espacio infinito del que nada sabemos sino lo que nos cuentan los más o menos sabios astrofísicos. Pero parece que no es cierto. Porque nuestra experiencia, lo que vemos –como los hombres de Cromagnon, Galileo o la vecina que se asoma a la ventana– es simplemente una vasta pantalla plana en la que se representan tres funciones diarias –mañana, tarde y noche– de un único programa siempre el mismo y otro, con dos actores (astros) principales y un puñado de (estrellas) extras.

Nos dicen los creyentes y los que no, que esa pantalla o cúpula que nos agobia o protege es el cielo y/o Cielo que, entre otras cosas, nos muestra contiguo lo distante, reciente lo remoto, vivo lo acaso muerto. De ahí se viene o se va, se irá o se vino. Luces, al fin, son o parece ser todo lo que hay: el tiempo y el espacio juegan con nosotros que los inventamos, es de no creer / de no ver. Y no alcanza ver para creer.

Nos dicen también desde siempre los oscuros lectores / decodificadores del cielo, que el dibujo, las parábolas tentativas, los recorridos y estaciones astrales y estelares, las virtuales líneas que cubren de pespuntes la trama celeste no son arbitrarias: significan, comentan, embargan, dicen, murmuran –con rumores cósmicos, rodar preciso de redondas peñas, dados echados sobre el tapete astral– nuestros destinos. Cabe y corresponde –dicen– mirar para Arriba desde el Principio, trazar ascendentes para saber cómo y cuándo descenderemos a dónde.

Nos dicen –finalmente– los rastreadores de la Historia, que el friso celeste suele bajar, derramarse en blasones y estandartes, campo propicio, espacio de representación: los astros y estrellas campean en los campos, simbolizan en los símbolos, imperan en los emblemas imperiales, eligen un pedazo de mapa coloreado para iluminar (se supone) distinto que al lado, se codean con águilas, leones, serpientes; brillan –digo– en escudos y banderas más luminosas y tibias de sol, más oscuras de filosa luna y/o heladas estrellas.

Hace unos años recordé estas cuestiones con motivo de la aparición de un libro, oscuro y luminoso a la vez, sobre las “desastradas atrocidades” del genocidio armenio, porque en ese contexto no pude omitir –y de ahí la cita del verso de Quevedo que perturbó a Borges– la referencia a la media luna turca: “El brillo inocultable de un largo corte criminal, el impiadoso filo sangriento de la luna en menguante, la hoz atroz, la siega numerosa y sistemática” alcancé a escribir entonces, como repito aquí.

Sin embargo, han sido ahora circunstancias mucho más triviales e indirectas, modulaciones grotescas y casi penosas, las que me han llevado a evocar aquellas reflexiones sobre los usos del repertorio celeste.

Una es un viejo y desafinado poema de Martínez Estrada dedicado a Walt Whitman –“si estás en la bandera constelada y rayada”– que evoca las barras y estrellas forever del emblema de la democracia imperial. La otra es la letra de un atroz chamamé del maravilloso Julio Elías Musimessi –“guardavalla cantor” del Boca campeón del 54 de quien me acordé en estos días al cumplirse veinte años de su muerte– cuyas estrofas se iluminaban con las crecientes estrellas del mismo escudito futbolero que adornó sin pudores mi solapa infantil.

Como Borges reflexionó alguna vez ante la ágil flecha y la pesada cruz, despojadas de historia y textura hasta quedar convertidas en meros íconos neutros de uso diario, nada puede impedir los abusos y excesos de confianza en que incurrimos al usar el repertorio celeste con la única consigna tácita de no mirar para Arriba.

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