Viernes, 23 de septiembre de 2016 | Hoy
Por Juan Forn
El año es 1958. Pier Paolo Pasolini acaba de conocer a Laura Betti por intermedio de Alberto Moravia y Elsa Morante, la pareja estrella de la intelectualidad romana. La Betti viene huyendo de la corrección provinciana de Bologna con su electrizante unipersonal de music-hall. Pasolini ha llegado a Roma para ser el escritor que en el Friul le impidieron ser (usaron sus poemas como evidencia para arrebatarle su cargo de maestro en un ignominioso proceso judicial). Los dos se han reconocido al instante como almas gemelas, en esa Roma que ya es casa tomada por la dolce vita que Fellini habrá de inmortalizar en breve (Federico le regalará a Pier Paolo su primer coche, un Fiat 600, en agradecimiento por haberle presentado a la Betti, a quien dará un papel en La Dolce Vita, permitiéndole que se escriba ella misma sus parlamentos).
Los paparazzi la han bautizado “La Giaguarina” (cachorra de jaguar) por su casquete rubio platinado y sus ojos estirados hasta las sienes por el maquillaje. En su show “Giro A Vuoto”, Betti canta textos escritos especialmente para ella por Moravia, Italo Calvino, Vittorio De Sica, André Breton y Pasolini (“Ballata dell Suicidio”), musicalizados por Kurt Weil, Nino Rota y hasta Igor Stravinsky. Según la prensa, La Giaguarina ha inventado una nueva forma de glamour, que combina provocación y desprecio y deja sin aliento a su platea. La noche en que se conocen, es ella quien toma la iniciativa. Encara a Pier Paolo, que lleva largo rato mirándola de lejos con los anteojos oscuros puestos, y le dice: “¿Qué es lo que te da miedo? ¿Quieres saber lo que pienso de ti? Que hueles a primavera y a pan fresco”. Horas después, colgada de su brazo y a la deriva por la incombustible noche romana, lo presenta como “mi marido” y agrega: “Soy su devota esclava”. Pasolini acepta el juego: poco después la presentará a Godard, a Barthes y a muchas personas más como “mi mujer no carnal”.
Lo que empezó como un desafío a los prejuicios de la época fue haciéndose cada vez más cierto con el tiempo. Ella le cocinaba sus platos favoritos, él la acompañaba a visitar videntes. El problema era que sabían estar juntos solos pero se ponían imposibles cuando tenían gente alrededor: Pier Paolo llevaba sin permiso a sus ragazzi di vita al departamento en Via del Babuino donde La Giaguarina recibía como una reina a su claque. Las fiestas terminaban cuando ambos se encerraban en la cocina, dejando a los invitados sin comida ni bebida, mientras se peleaban a gritos. La Morante les dijo una vez, desde el otro lado de la puerta, harta de esperar con la copa vacía: “¿Por qué no se dejan de gritar y cojen de verdad, en vez de hacerlo con palabras?”
Pero cada vez que Pasolini era llevado a los tribunales (acusado de “psicópata del instinto”, “anómalo sexual”, “amenaza social”), La Giaguarina estaba siempre en primera fila, mirándolo sin parpadear para darle apoyo. Y téngase en cuenta que Pasolini sufrió treinta y tres procesamientos judiciales. Según Pier Paolo fue ella, hija de abogado, quien le regaló el hoy famoso verso “a un inocente no se le cree nunca”. Con pocas personas se franqueó tanto como con ella. Nomás conocerla le había dicho: “No puedo permitirme equivocarme en ninguna de mis obras. Mis enemigos me despedazarían y mis amigos dejarían de estimarme”. La Giaguarina fue de todo menos tolerante con él. Cuando Pasolini conoció a Ninetto Davoli y empezó a ir todos los días al gimnasio, ella lo increpó: “¿Dónde ha quedado toda tu dulzura? ¿Prefieres ponerte la máscara de los músculos, como Mishima?” Cuando una úlcera perforada lo postró en cama durante meses y Pasolini retomó la escritura, La Giaguarinano no sólo le cocinó y lo cuidó sino que le dijo: “Al fin entiendes que eres poeta. Prefiero mil veces tus poemas a tus películas, aunque me detestes por eso” (también Italo Calvino le dijo lo mismo, en una carta hermosa que está en Los libros de los otros: “¿No hay posibilidad de que consigas abandonar toda esa bambolla del mundo del cine para volver a ser el escritor que, ante todo, eres?”).
Cuando Pasolini llevó El Evangelio según Mateo al Festival de Venecia, y perdió contra El Desierto Rojo de Antonioni, y le anunció a La Giaguarina que abandonaba el cine, ella le gritó: “¿Justo ahora que has llegado al punto en que por fin puedes filmar lo que se te antoje? ¡Puedes hacer la vida de Gramsci! ¡Si quieres, hasta esa porca película sobre San Pablo puedes hacer!” Qué bueno hubiera sido. Lamentablemente Pasolini no filmó ni la una ni la otra pero no abandonó el cine, y tampoco dejó de apelar a ella como actriz: le pidió que estuviera a su lado cuando inventó, para la película Capricho a la italiana, el insólito dúo actoral de Totó y Ninetto Davoli (“Ayúdame a orquestar este concierto para Stradivarius y pito”). Y en Teorema le dio el papel de la mucama sumisa que le valió el premio a la mejor actriz en Venecia y por el que estuvieron dos años sin hablarse, después de que La Giaguarina amenazara suicidarse en medio del rodaje.
Durante ese período de ostracismo ella hizo la voz del diablo en el doblaje al italiano de la película El exorcista y le mandó entradas para el estreno. En una carta adjunta le decía: “Niego haber tenido un comportamiento que no fuera poético y no puedo creer que tan luego tú no entendieras eso. Pero bueno, confieso que extraño tus sublimes faltas de sensibilidad, añoro tu angustia egoísta, ¿por qué no quieres verme?” Pier Paolo ni le contestó. Pero cuando la necesitó en Saló (“Nadie quiere actuar en esta película, me están dejando solo”), ella volvió a su lado. Y fue la última de sus amigos en verlo con vida, la tarde del 1 de noviembre de 1975, horas antes de que lo asesinaran. El encuentro fue para hablar de cine: él quería convencerla de que aceptara hacer de Adolf Eichmann (!!!) en PornoTeoKolossal, la delirante película-denuncia que Pier Paolo quería filmar en Nueva York, en Palestina y en la China de Mao (tampoco eso pudo ser, pero La Giaguarina daría un par de años después su actuación más colosal, como la fascista erotómana esposa de Donald Sutherland en Novecento).
Desde 1975 hasta su muerte en 2004, Laura Betti dirigió la Fundación Pasolini (que ella misma había creado), coordinó la edición definitiva de los libros de Pier Paolo, donó a la Cinemateca Italiana copias restauradas de todas sus películas y filmó uno de los mejores documentales que existen sobre él (PPP, la razón de un sueño), donde dice: “La derecha no sólo orquestó y cubrió el asesinato de Pasolini sino que hasta inventó una estúpida teoría conspirativa que sostiene que él organizó su propia muerte como un martirologio”. Y hasta el final repitió la misma frase, cada vez que le preguntaban por él: “Su muerte me dejó sin histeria”.
En 1971, la Vogue italiana pidió a distintos artistas que escribieran una necrológica ambientada en el 2001 sobre alguien que admiraran. Pasolini la eligió a ella, predijo que moriría durmiendo y la terminó así: “En suma, ésta es la despedida a una heroína indomable, que no por hija de abogado dejó de ser la mejor de las cocineras y sostén ejemplar de un turbulento como yo”.
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