Miércoles, 12 de octubre de 2016 | Hoy
Por Mario Goloboff *
Llega a la pintura casi por una vía regia, desde sus orígenes, su vida familiar, su formación religiosa y cultural. Si bien es el artista más reacio a suponer que ese era un camino dado de antemano, trazado sin dificultades, adivinado. Aunque fuese aquél en quien su infancia y sus impregnaciones bíblicas, y las del folklore ruso (tan poderoso, de tanta influencia sobre la vanguardia eslava y los estudiosos del lenguaje), engendrarían todos los mitos, esos hombres voladores, esas mujeres mágicas, angélicas, esos violinistas sobre los tejados, esos animales mansos, coloridos, inocentes. Su misma pintura es familiar, en un sentido fiel del término. Acontecimientos vividos en el hogar o en el pueblo, con la comunidad, que dejan marca en la memoria; trabajos campesinos y domésticos, bodas, fiestas y celebraciones (Sabbath, Purim, Sukkot), partos, entierros. “El muerto”, la primera de sus grandes obras, es de 1908; “Nacimiento” y “Rusia, los asnos y los otros”, de 1911.
Tenía razones para defender su formación, su autonomía. En buena medida, también se había hecho solo, como sus compañeros de aventura estética, evadiéndose del gueto, yendo primero a San Petersburgo y luego a París, exponiendo ya en 1911 al lado de cubistas como Albert Gleizes o como Jean Metzinger, iniciadores, teóricos, impulsores del movimiento. Luego, pasaría a ser un par de los nacidos ahí: Francis Picabia, Fernand Léger, Georges Braque, Marcel Duchamp, y de otros que venían de fuera: Pablo Picasso, Paul Klee, Wassily Kandinsky, Juan Gris, Constantin Brancusi, Amedeo Modigliani… No obstante, como bien lo observa Herbert Read, sigue haciendo lo propio, lo que llevaba dentro: “Según él, se acordaba en el Cubismo demasiada importancia a la forma arquitectural; él prefería una ‘figuración antilógica’, por la que entendía un arreglo no racional de objetos naturales, el ilogismo de la imaginación del sueño”.Sumergido en la atmósfera de guerra imperante en París, “volvía más a sus propios orígenes, hacia aquello que llamaba ‘la intimidad de la vida simple’, hacia una visión de niño”.
Hay que agregar a esas conocidas fuentes, lo que no se hace a menudo, algunas otras para brindar el contexto cultural en que el pintor se desarrolla. En especial, las que vienen de la lengua, que es materna, literaria, política. En 1881, se funda en San Petersburgo el semanario Idisches Folksblat, de gran influencia en intelectuales de la época. A este le siguen, más a la izquierda, el órgano ilegal Arbeiter Tzaitung, primer periódico socialista en idish, y en diciembre de 1896 nace Der Idischer Arbeiter, difundido también ilegalmente en Rusia, Lituania y Polonia. Lo continúa Di Arbeiter Schtime, órgano de la Unión General de Trabajadores Judíos, BUND (Federación o Unión, en alemán), impreso en Rusia, y que arranca de 6.000 ejemplares para llegar a los 30.000 de difusión en su último período.
No escapan a su lectura y consideración autores que circulan en la comunidad. Mendele Moijer Sforim, seudónimo que significa “el vendedor de libros”, de Schalom Iaacov Abramovich (1836-1917). Según Simja Sneh, “Mendele supo unir el antiguo idish con el hebreo bíblico y talmúdico, trenzarlo con una expresión eslava judaizada, y todo aquello impregnarlo con el típico y agudo humor popular judío”. Otro gran clásico fue Itzjoc Leibusch Peretz (1852-1915), quien introdujo la balada, el romance en verso y el poema dramático, recopiló leyendas jasídicas y las reescribió en versiones altamente poéticas. Y, sobre todo, Scholem Aleijem (1859-1916), con su humor a boca abierta, con su “Tevie el Lechero” y “Motl, el hijo del cantor litúrgico”, de los cuales, siempre irreales y fantasmagóricos, muchos de los cuadros de Marc Chagall parecen ser respetuosas ilustraciones. (Así como hizo bocetos y figurines para tres de sus obras teatrales en la Moscú de los 20. Se los pidieron, y pensó que le abrían “la oportunidad de sacudir al viejo teatro judío, su naturalismo psicológico, sus barbas falsas”, recuerda en Mi vida).
La pintura de Chagall es narrativa no solo porque algún cuadro se parece a algún cuento, y varios de ellos rememoran, con nostalgia, sucesos de la infancia y relatan hechos, sino también porque hay en estos una sucesión de acontecimientos que se juntan, arbitrariamente, en la cabeza del autor, que se yuxtaponen en un aparente o querido desorden, lo que establece, como afirma Jean Cassou “una concentración de elementos discordantes en una misma escena dramática”, y expone, sorprendentemente, para unirlos, un personal abanico de imágenes: las casas aldeanas, vagos techos, seres oníricos, aéreos, la pareja de labriegos, la ordeñadora, el samovar, los motivos vegetales y animales en primer término; una limitada y sí que original paleta iconográfica en la que insiste a lo largo de su vida.
Después de volver a Rusia para ver a su novia, Bella (Rosenfeld), su tierra, su familia, y de quedar bloqueado allí durante toda la guerra y el floreciente período revolucionario, con el que claramente simpatizó, en el invierno de finales del 22 retorna a París. Su medio era el jasídico, prolongación de la Kabala, pero no se aisló de otras expresiones religiosas que lo rodeaban. “Lo mejor que ha dado Rusia… Este es el arte de verdad”, dijo después de haber visto los íconos de los ortodoxos en la galería Tretiakov, y reconoció en la crucifixión un hecho simbólico mayor de la cultura universal: “Resurrección”, expuesto en Niza, fechado en 1937-1948, concentra todos los elementos de su repertorio. E introduce otros: el primero y principal, Jesús. Antes, hay una “Crucifixión blanca”, que está en Chicago, de 1938, aún más conmovedora; después, una “Crucifixión mexicana”, y en 1943, una “amarilla”. De estos años, hay obras notables: Los novios de la torre Eiffel, el Asno azul, el Clown músico, Madre y niño, el Violoncelista. Y una extraña “Révolution”, con un alegre Lenin, la cabeza para abajo.
Espera hasta 1941 para tomar un barco en Marsella hacia los Estados Unidos. Donde en 1944 muere Bella, queda solo con su hija Ida y pasa cerca de un año sin pintar. Vuelve a Francia lo antes que puede, en 1948, se instala cerca de Saint-Germain-en-Laye, región de los impresionistas, y ya será el consagrado y el pedido para pintarlo todo: escenas bíblicas, recuerdos, territorios. Otras capitales organizarán retrospectivas: Amsterdam, Londres, Berna. Su retorno será prolífico: pintará sin pausa, hará escultura en piedra y cerámica, platos, vasos, placas murales; llegará así, trabajando, a los 97 años. Una de sus mayores creaciones son los doce vitraux para la sinagoga del Centro Médico Hadassá de la Universidad Hebrea de Jerusalem, profundo estudio del texto bíblico, que corresponden a cada uno de los hijos de Jacob de los que derivan las tribus de Israel.
“Un joven pintor ruso –adelantó de él admirativamente el gran Gillaume Apollinaire en sus años más tempranos–, un colorista extremadamente rico en fantasía, que siempre trasciende el caprichoso mundo iconográfico del arte popular ruso, al que en ocasiones recurre. Es un artista de enorme polifacetismo, que desafía todas las teorías”. Y Chagall, de él mismo, en un reportaje de 1950: “El hombre en el aire, que hay en mis pinturas, soy yo”.
* Escritor, docente universitario.
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