Miércoles, 12 de octubre de 2016 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Juan Manuel Karg *
Un hilo argumental repite Mauricio Macri desde que llegó a la presidencia de Argentina: “no había alternativa”. Con esas tres palabras refiere a las medidas ortodoxas aplicadas en lo económico, que impactaron en la cotidianeidad de miles de personas: devaluación, despidos, intento de poner fin a las paritarias libres, emisión indiscriminada de deuda, entre otras. Macri no es original: el “there is no alternative” era el latiguillo predilecto de Margaret Thatcher en el Reino Unido durante sus largos once años en el poder para llevar adelante políticas neoliberales que luego fueron aplicadas, FMI y Banco Mundial mediante, en nuestros países.
La política es, precisamente, la construcción de alternativas. Negarlas es, ni más ni menos, que negar la política. Sin caer en voluntarismos ingenuos, y considerando la correlación de fuerzas en cada momento histórico, siempre hay otra posibilidad. La historia misma del kirchnerismo como proceso político demuestra eso: ante la contundente derrota electoral de 2009, y la propia muerte de su líder y fundador Néstor Kirchner, una serie de medidas de carácter inclusivo hizo que CFK alcance el techo electoral más alto de las últimas décadas: 54% en 2011. La política permitió aquello, y el kirchnerismo construyó una victoria de la adversidad más plena.
Resulta paradójico que aquellos que aludían a una supuesta idea “eternización” de Cristina Fernández de Kirchner en el gobierno sean los mismos que ahora afirmen que no existe alternativa a ellos y sus políticas de shock. Ni que hablar que intenten pasar por actual un discurso “ochentoso” como el de Thatcher, que luego fue reciclado en el famoso “fin de la historia” de Fukuyama. Los pueblos, a fin de cuentas, hicieron (y hacen) sus experiencias, aún a riesgo de a veces “marearse”, tal como sentenció recientemente Francisco, en un indudable tiro por elevación –a juzgar por quien esto escribe– al gobierno en funciones en nuestro país.
Pero no hubo “fin de la historia”: los pueblos de América Latina y el Caribe construyeron alternativas durante la última década y media. Corrieron los límites impuestos por la ideología neoliberal. Por eso Emir Sader catalogó a estos gobiernos como “posneoliberales”, visto y considerando la ampliación de derechos sociales y la recuperación de la política como herramienta de transformación social. Ahora asistimos a un momento que es un indudable cambio en la correlación de fuerzas regional. La derecha retomó la iniciativa y avanza en intentos de reformas laborales regresivas en Argentina y Brasil, mientras que el propio FMI saluda las políticas de ajuste implementadas por Macri y Temer. Este último, al que nadie votó, pretende congelar la inversión social por 20 años, lo que impactará de lleno en el margen de maniobra de futuros gobiernos.
¿Cómo no van a existir alternativas ante estas recetas, que los latinoamericanos bien conocemos a la luz de la experiencia de las últimas tres décadas? ¿Por qué pretenden pasar como novedoso a un discurso que es aún más viejo que las propios procesos políticos que denostan? El gran dilema de las derechas latinoamericanas, llegadas recientemente a los gobiernos en los países del Cono Sur, es como construir legitimidad –social y electoral– con medidas económicas hostiles a las grandes mayorías. La tarea de las fuerzas nacional-populares, progresistas y de la izquierda continental es, precisamente, construir nuevas mayorías para demostrar la factibilidad empírica de crear alternativas al nuevo orden impuesto. La puja entre ambas corrientes marcará el rumbo de los próximos años.
* Politólogo UBA / Investigador CCC.
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