Martes, 18 de octubre de 2016 | Hoy
Por Vicente Battista *
Dick Tracy se comunicaba con jefatura central mediante un reloj pulsera que, además, oficiaba de teléfono y de pequeña pantalla de TV: el duro policía no sólo hablaba, también veía la cara de su interlocutor, una fantasía imposible que sólo se justificaba en el espacio de la historieta. En esa misma revista solía aparecer un aviso que sin rubor anunciaba que podías dejar de ser un alfeñique y en solo tres meses convertirte en un gemelo de Charles Atlas. Las pruebas eran terminantes: a la izquierda del aviso se mostraba a un infeliz que parecía volver de un campo de concentración, a la derecha: la definitiva imagen de Charles Atlas exhibiendo sus músculos con orgulloso esplendor; mande cupón, invitaba el aviso.
Se me ocurre que muchos de los que entonces se sentían alfeñiques (palabra que hasta ese momento yo desconocía y que, agradecido, incorporé en mi vocabulario) habrán enviado el cupón y luego, no lo dudo, cumplieron al pie de la letra con lo que indicaba el manual de instrucciones, recibido a vuelta de correo, previo pago del contrareembolso. No cuesta mucho imaginarlos frente al espejo con el vano propósito de descubrir esos músculos que se empeñaban en no crecer. Al tercer mes comprendían que el método Charles Atlas era tan mentiroso como el reloj de Dick Tracy. Sin embargo, jamás lo admitían: crecerán, aseguraban, hay que saber esperar. En cuanto al reloj-teléfono-televisor afirmaban que, efectivamente, correspondía a la pura fantasía: jamás iba a existir un artilugio de tales características. Sesenta años más tarde, esos aparatos se pueden conseguir en cualquier negocio del ramo, sólo han modificado su forma: no son teléfonos sino celulares. Los aspirantes a Charles Atlas, sin perder la fe, continúan aguardando a que les crezcan los músculos. No confundir el desencanto con la verdad, postulaba Sartre.
Hoy en política sucede algo parecido: aquellos voluntariosos que votaron por el cambio, muy pronto descubrieron que el cambio que se produjo nada tenía que ver con lo que les habían prometido. Desde entonces, esa inmensa mayoría silenciosa (la definición es, creo, del presidente Nixon) guarda silencio o maldice en voz baja. Aunque no todo es pesadumbre: el “núcleo duro”, los diputados, senadores y funcionarios del actual gobierno, persiste en la autosugestión de que tarde o temprano los músculos crecerán. Algunos de esos militantes (dicho con todo respeto) suelen animar programas políticos de radio y TV. Animar tal vez no sea el verbo adecuado, salvo que aceptemos que los mártires cristianos animaban las fiestas en el Coliseo romano. Algo parecido, aunque sin leones, sucede con la gente de Cambiemos que acude a ciertos programas de TV. Deben escuchar las palabras poco complacientes que a modo de editorial pronuncia el conductor del programa. Invariablemente, se trata de un inventario de las últimas barbaridades y de los nuevos desatinos pergeñados por el equipo gubernamental. Además se ofrecen datos estadísticos de Indec, AFIP, Anses y otros organismo oficiales que dan certeza a lo dicho en el editorial. En la mesa de debate es costumbre que haya algún líder sindical y un par de representantes de partidos opositores. Cada uno de ellos confirma que, efectivamente, aumentan con idéntico fervor las tarifas de servicios públicos, los precios de la canasta familiar y el número de despedidos, del mismo modo que disminuyen con la misma pasión las partidas presupuestarias en salud, ciencia y educación. Además dejan en claro que, en base a las estadísticas oficiales, la inflación no disminuye, como habían prometido, sino que se acrecienta ponzoñosamente, en tanto que los supuestos brotes verdes que comenzaban a vislumbrarse se secaron antes de que les llegara la ansiada clorofila. Globos pinchados y fin de la alegría. Aunque no para los representantes del Gobierno que, definitivamente mártires, permanecen inmutables frente a lo escuchado. Es fascinante verlos y oírlos. Adoptan una pose similar a la de los pastores evangelistas que deambulan por las plazas y parques de la ciudad. Conmueve observar de qué modo despliegan la enseñanza de sus mayores, asimiladas con místico recogimiento. En cuanto les conceden la palabra, hablan de los doce años de corrupción del gobierno anterior e insisten con la pesada herencia recibida, luego miran a cámara y con un semblante que derrocha misericordia, reconocen los despidos y el alza de la tarifas, pero aseguran que era eso o el caos. Como la fe mueve montañas, certifican que ahora por fin se puede hablar de empleo genuino y reiteran que se ha hecho justicia con los jubilados y con la AUH. Al borde de la emoción, confiesan que al Presidente le duele tomar ciertas medidas, sin embargo, dicen, no perdió un solo gramo de su profunda sensibilidad social, tal como lo reconoció el FMI que, advierten, de sensibilidad social sabe mucho. Está bajando la inflación, pronto llegarán las inversiones, se producirá el derrame y recuperaremos la felicidad perdida.
Alicia en el País de las Maravillas es el ejemplo que surge luego de esos discursos. Siempre en el espacio de la literatura, pienso que hay otro que encaja mejor: La invención de Morel. Como se recordará, en la novela de Adolfo Bioy Casares el narrador, perseguido de la Justicia, llega a una isla habitada por seres que, pronto descubre, son hologramas creados por Morel antes de morir. Se trata de un universo virtual, habitado por seres virtuales, donde todo es bello y perfecto. El personaje de Bioy Casares decide quedarse para siempre en esa isla: elige la realidad virtual antes que la real. Sospecho que algo parecido sucede con los entusiastas representantes de Cambiemos que acuden a los programas de TV. Claro que a diferencia del héroe de Bioy Casares, no bien termina el programa vuelven a la calle y ahí, fatalmente, se encuentran con la realidad real.
* Escritor. Autor de numerosas obras de ensayo y ficción. Entre las últimas publicadas están Gutiérrez a secas, Cuaderno del ausente y Ojos que no ven.
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