CONTRATAPA
Viajeros
Por Rodrigo Fresán
Desde Barcelona
UNO Sábado a la tarde es el mejor día y hora para ir al cine a ver la nueva versión de La máquina del tiempo. Horario de súper acción. Producida por el estudio de Spielberg y dirigida por Simon Wells (bisnieto del escritor del asunto, hasta ahora director de dibujos animados, y víctima de un ataque de nervios que obligó a que otro le terminara la película), este flamante artefacto vuelve a contar la misma historia de siempre. Una sombría fábula anti-evolucionista donde se narra un futuro repartido entre los dóciles elois y los bestiales morlocks. Un futuro al que llega un hombre del pasado. La trama de la nouvelle original ha sido modificada bastante, pero, ¿a quién le importa? La versión anterior dirigida en 1960 por George Pal –de la que resulta imposible olvidar el exquisito diseño victoriano de la máquina en cuestión– tampoco explotaba todas las posibilidades alegóricas del libro, pero ofreció un momento inolvidable para la historia del cine que aquí se revisita con mejores efectos especiales: la transformación fashion y constante de un maniquí al otro lado de la calle, en la otra orilla del tiempo, tan lejos y tan cerca.
DOS La idea del viaje ha venido acompañando al hombre desde el principio de la Historia y desde el momento exacto en que cualquiera sale de entre las piernas de su madre para iniciar su odisea. La idea del viaje es, por eso, aplicable a cualquier situación como metáfora y símbolo de todo: una fuga, una relación amorosa, la escritura o la lectura de un libro, las idas y las vueltas de la vida profesional, el éxtasis lisérgico de un ácido en la punta de la lengua, las 24 horas de un día cualquiera, la vida entera, son todas variaciones de arrivals y departures en el aeropuerto de nuestra biografía. Un poco de todo esto habla el neo-filósofo Alain de Botton en su recién publicado El arte de viajar (Taurus) cuando puntualiza que en la idea del viaje –en su expectativa y excitación– está también implícito el germen de la derrota y la frustración: “Entonces, ¿cuáles son algunas de las razones para que los viajes se tuerzan? Una de ellas parte del hecho desconcertante de que cuando vemos fotos de lugares a los que queremos ir (e imaginamos lo felices que seríamos simplemente por estar allí), somos propensos a olvidar una cosa esencial: que tendremos que llevarnos a nosotros mismos. Es decir, que no estaremos en la India, Sudáfrica, Australia, Praga o Perú de forma directa, sin intermediarios, sino que estaremos allí con nosotros mismos, aun aprisionados en nuestros cuerpos y nuestras mentes, con todos los problemas que esto supone”. De Botton se refiere, aquí, a la frágil ilusión de las vacaciones perfectas, pero el concepto es igualmente aplicable a otras formas de viaje más radicales y menos recreativas. Los nuevos viajeros argentinos –aquellos que entienden la obtención de un pasaporte de donde sea como si se tratara de una máquina perfecta que los transportará a mejores tiempos, siguiendo la ruta inversa de sus padres y abuelos– descubren, de golpe, que la idea de viajar amparados por burbuja de un visado no implica, necesariamente, la de llegar a alguna parte y, mucho menos, la de arribar a buen puerto. Cada vez son más los que van y vuelven en ese viaje temporal que es el intento del volver a empezar sin tener claro si se acabará como eloi o como morlock o, simplemente, como anacrónico testigo de lo que no se comprende. Hombres y mujeres que llegan a otra parte –otra parte es, siempre, otra época– y que se unen a las nuevas tribus o acaban siendo víctimas, afuera como adentro, de la realidad irreal de corralitos, giros que no giran, desocupación creciente, mutaciones de leyes de extranjería, nostalgia insuperable. Angustias milenaristas que los regresan desde un futuro extranjero que creían mejor al presente argentino de todos los días. Ese presente del que escapan nuevos viajeros en nuevas máquinas, y donde el maniquí cambiante al otro lado de la calle ha sido suplantado porla pizarra de una casa de cambio donde el dólar sube y sube y sigue subiendo.
TRES Ricardo Darín es Rafael en El hijo de la novia. Rafael repite constantemente, como en un mantra, “me quiero ir a la mierda”. Ricardo Darín es Marcos en Nueve Reinas. Marcos asegura una y otra vez que “este país se va a la mierda”. Resulta curioso que para los argentinos –para los viajeros Rafael y Marcos, y tantos otros turistas del espanto– la palabra mierda signifique por igual la posibilidad de un nuevo comienzo como la caída libre en un pozo sin fondo. Una cosa está clara: la Argentina es una máquina que ha dejado de funcionar o, peor todavía, que anda mal. El pasado, el presente y el futuro son una sola cosa, un amasijo amorfo de fechas en rojo, promesas rotas, versos a versos y golpes a golpes.
El viajero de Wells –en el libro del bisabuelo Wells, no en la película del bisnieto Wells en que se introduce una nueva subtrama donde se busca la marcha atrás– no piensa sino en moverse hacia el futuro, hacia delante, en la única dirección donde puede esperar la aventura, porque, ¿a quién puede interesarle lo que ya fue? Por lo contrario, el viajero argentino –de conseguir los repuestos importados para una máquina que compró en Miami durante los veranos felices del “déme dos”– preferiría, seguro, dar marcha atrás. Retroceder unos meses y anticiparse al corralito, vaciar la cuenta del banco, comprar oro y entonces sí, más atrás todavía, hasta alcanzar los tiempos en que los viajeros venían a la Sexta Potencia Mundial y al Granero del Mundo; a la Argentina como Máquina Inmigrante más que Máquina Emigrante; a ese sitio donde la mierda no era el lugar de donde se salía o al que se llegaba sino, simplemente, algo que si se veía como mierda, olía como la mierda y tenía gusto a mierda, bueno, no podía ser otra cosa que mierda.
Más allá de cataclismos nacionales o experimentos científicos, queda el tibio consuelo de sabernos nuestras propias máquinas del tiempo, viajando al pasado por el camino de nuestros recuerdos y al futuro a través de nuestros sueños. Y que en esos viajes y en esos lugares –donde siempre es sábado de súper acción– no te piden pasaporte ni permiso de trabajo. Y que este presente dura, siempre, nada más que un segundo.