CONTRATAPA

Repuestos

 Por Antonio Dal Masetto

Desde que se instaló el corralito, en el bar se impuso la costumbre de que un día a la semana cada uno de los parroquianos tiene derecho a contar, sin límites de tiempo y sin interrupciones, su drama personal. Así fue como a lo largo del verano desfilaron múltiples historias en general relacionadas con los bancos, por ejemplo la de cierta amante (costosa) que, cuando se vio limitada a los 300 pesos semanales, no le abrió más la puerta al parroquiano en cuestión, la historia de otro parroquiano que abrió 16 cajas de ahorro y después tuvo que cerrar 15 y las volvió a abrir en distintos bancos a nombre de toda la parentela, y el que organizó a la familia (numerosa) para que fueran a hacer cola por turno, una hora cada uno, y alguno de la tropa se hacía el otario y el que lo estaba esperando tenía que comerse dos turnos y al día siguiente no quería ir y el grupo familiar entraba en estado de beligerancia, el que se vio arrastrado por el caos informático y empezó a recibir facturas de servicios que no le correspondían y cada vez que intentaba quejarse le decían que se había caído el sistema y que pagara primero y luego reclamara y le devolverían el importe, y así fue como en una oportunidad llegó al extremo de tener que pedir plata prestada para pagar una cuenta de luz del Palacio de la Papa Frita.
Hoy le toca contar a Atilio, un buen muchacho que vive solo. Ahí va su aventura:
–Hace un año me di el gusto y me compré el último grito en electrodomésticos: una multiprocesadora Super Constellation de Luxe, importada del Imperio del Sol Naciente. Una maravilla. Era como tener en casa una cocinera de tiempo completo. Licuados, cremas, merengues, ensaladas, mayonesas, tallarines. En una punta ponías harina, agua, dos huevos, un chorro de aceite, tomate al natural, cebolla y especias, y del otro lado salían vermicelli al tuco. Y si apretabas otra tecla, lo que salía era una pizza napolitana a caballo. Esto es sólo un ejemplo. Un día, mi querida Super Constellation dejó de funcionar. Me dio un ataque. No me avergüenza confesar que me sentí solo. Un año de convivencia con ella había sido como vivir de nuevo con la vieja que me preparaba los platitos que más me gustaban. La cargué con amoroso cuidado y me la llevé al service oficial. Acá empezó mi odisea. El service había cerrado, recorrí media ciudad, ninguna casa del ramo tenía repuestos porque se cerró la importación. Un técnico al que le insistí mucho me dijo que si estaba tan metejoneado con mi maquinita que me hiciera un viaje con ella a Tokio. Casi lo boxeo. Ya había abandonado toda esperanza cuando me acordé del colorado Samuel. Jugábamos al fútbol de chicos, era una especie de geniecito del barrio, al que le decíamos Edison, porque siempre estaba inventando artefactos raros. Me dije: el Colorado me va a salvar. Seguía en el barrio. Tenía un galpón con un gran cartel: Service Universal, arreglamos hasta lo irreparable. El galpón estaba repleto de los aparatos más insólitos, motores, palancas, llaves de todo tipo y tamaño, tableros, poleas, rulemanes gigantes, calderas, pedazos de máquinas viales, hasta había una cosechadora a vapor. Le pregunté cómo le estaba yendo. Me contó que hasta hace unos meses andaba más tirado que el perejil, pero ahora, con el asunto de que se cerró la importación de repuestos, todos los que necesitan arreglar algo tienen que caer ahí. Le expliqué el tema de mi multiprocesadora y que me la habían desahuciado en todas partes. “El mundo está lleno de improvisados”, dijo Samuel. Justamente esa semana había arreglado una multiprocesadora Super Constellation igual que la mía. “Vení que te muestro, anda como un violín, y no cualquier violín, un Stradivarius.” Me llevó hasta el fondo donde había un gran bulto tapado con un plástico. “Acá la tenés”, dijo. La destapó y me encontré ante el Frankenstein de las multiprocesadoras. Enorme, un metro cincuenta de altura, uno treinta de largo por ochenta de profundidad, llena depalancas, manijas, manivelas, roldanas, ruedas, engranajes, caños, correas, una cadena de bicicleta, y soldaduras, muchas soldaduras. “¿Y así va a quedar mi hermosa Super Constellation de Luxe?”, pregunté. “Más o menos, los arreglos nunca salen igual, no te puedo adelantar nada, depende de las piezas que encuentre. A ésta, por ejemplo, le tuve que adaptar la hélice de una lancha. La rebajé un poco porque era demasiado grande. El motorcito es de un lavarropas. Funciona con 220 w. Le apliqué una campanilla de despertador para que avise cuando termine la tarea encomendada. El problema que me costó resolver es que vibraba y se desplazaba, así que la monté sobre resortes de suspensión de moto y unos cachos de cubierta de camión. El dueño está encantado, la vio funcionar, la probó y ahora está reforzando con vigas de hierro el piso de la cocina y desmontando la ventana para poder meterla.” “Decime, Samy, ¿podría ser que la mía quedara un poco menos feíta?”, pregunté. “Atilio –me contestó-, ¿vos la querés para pavonearte con tus relaciones sociales o para procesar?” Ahí terminó la conversación y éste es el drama que hoy traigo a esta reunión. No sé qué hacer, tengo un sentimiento contradictorio, ¿se la entrego al colorado Samuel o no se la entrego?

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