ECONOMíA
Nadie importa nada, mientras los precios suben pero sin vértigo
La economía se cerró brusca y espontáneamente en los últimos meses. En lo que va del año, las importaciones bajaron un 63 por ciento. Entretanto, los precios al consumidor moderaron su carrera y subirían poco más del 3 por ciento.
Por Julio Nudler
Si hay un dato capaz de mostrar el saldo de la nueva era iniciada el 3 de diciembre con el corralito, ese dato es la evolución de las importaciones: en lo que va de este año, con datos hasta el 21 de marzo, cayeron casi 63 por ciento. A lo largo de casi un trimestre, la Argentina importó por menos de 1900 millones de dólares, una cifra insignificante, que llevaría a unos 8000 millones en todo el año, cuando cualquier proyección prudente realizada pocos años atrás situaría las compras externas actuales en unos 30 mil millones. No es exagerado llamar implosión a semejante derrumbe. Con un aditamento: no es que lo peor haya pasado, porque la caída se acelera. En marzo el bajón de las importaciones lame el 70 por ciento. El negocio de los importadores ha desaparecido virtualmente. En todo el mes movería poco más de 500 millones de dólares. La economía se cerró, sin que mediasen medidas proteccionistas. Lo que muestran los números es bastante lógico: lo que menos se trajo son bienes de capital. El derrape en este indicador de la inversión fue superior al 70 por ciento en el trimestre y de más del 81 por ciento en lo corrido de marzo. Así se forjó, en última instancia, el superávit de 8336 millones de dólares que consiguió la Argentina en los doce meses transcurridos entre marzo de 2001 y febrero de 2002, resultado de exportaciones por 26.420 millones e importaciones por 18.084 millones. Si bien las importaciones venían en declive, en noviembre todavía sumaron 1333 millones. En diciembre empezó el tobogán, que las bajó a 627 millones en febrero y las hunde aún más en marzo.
Este vaciamiento de la actividad económica ayuda a comprender que los precios minoristas, en lugar de acelerar su aumento ante el ascenso del dólar, lo hayan ido desacelerando levemente durante marzo, dentro de la particular canasta del IPC, que refleja la estructura de demanda que existía en 1997, el año anterior al ingreso en la recesión sin fin. Ahora parece probable que el índice oficial se estacione algo por encima del 3 por ciento, gracias a los diversos amortiguadores que moderan su incremento: los servicios públicos, los alquileres, los servicios personales, el esparcimiento y algunos alimentos específicos, como la fruta fresca, que se abarató. Hoy las mayores amenazas inflacionarias provienen de las tarifas y los alquileres, que en algún momento entrarán en acción, y obviamente el dólar. Según los supermercadistas, sus precios sólo reflejan hasta el momento un dólar de 2,40 pesos, 20 a 25 por ciento inferior al libre, pero no puede olvidarse que los salarios –y los ingresos de los consumidores en general– se quedaron, en el mejor de los casos, en el añorado tiempo del 1 a 1, trasuntando el carácter no transable del trabajo.
Rudiger Dornsbusch, mirando este país en bancarrota –como afirma en un nuevo artículo–, recomienda un sazonado menú de soluciones: “Un gobierno de tecnócratas jóvenes. Un pequeño comité en el Congreso, con derecho a rechazar o darle curso a proyectos de ley en 24 horas. Un plan a la chilena de obras públicas que dé empleo al 10 por ciento de la fuerza laboral. Un paquete de crédito externo. Una poda de 20 por ciento en salarios y precios. Un peso sin variaciones. Una quita del 70 por ciento de la deuda, acordando reanudar los pagos recién cuando la estabilización esté afianzada y haya retornado el crecimiento.” El economista del M.I.T. se pregunta entonces si es esto lo que está a punto de suceder. “Ni por las tapas –se responde–. El futuro inmediato es mucho peor. Incluye depresión e híper, más presidentes y mucha más violencia.” ¿Será tan así?
Para Mario Damill, del Cedes, “la terrible actitud del Tesoro norteamericano y del Fondo hacia la Argentina cierra casi todas las salidas. Sin apoyo externo, las chances son mínimas. La gente necesita comer, y por este camino será muy difícil darle comida. Mientras este peligro de estallido social exista, muy pocos estarán dispuestos a invertir. Además, ¿cómo será el gobierno que surgirá el año próximo? La incertidumbre económica, social y política que vive el país es de niveles bélicos. Necesitaríamos algo heroico para escapar de esta situación, perola gente ya no cree en nada ni seguirá a ningún héroe. A los argentinos nos tocó la desgracia de ser el primer caso de crisis con que se encontraron los republicanos en el poder.”
Poco menos que todos, en el gobierno y fuera de él, concuerdan en que el FMI tiene que ser parte de la solución. Que sin su aval y su apoyo material para el programa económico se seguirá en la situación actual, sin saber dónde tiene que estar el dólar ni cuánto subirán los precios, y menos cómo podrá contenerse el déficit fiscal cuando la contracción de la economía es tan veloz que el Estado no puede adaptarse a ella. Pero el Fondo sigue sin querer involucrarse, lo cual deja al equipo económico montado en la bicicleta, pedaleando sin manubrio. Los apostadores tratan de acertar cuánto va a durar en este zigzagueo.
El retroceso del dólar atenuó ayer la fiebre, mientras que la pequeña desaceleración de los precios minoristas alimenta la esperanza de que ocurra un pequeño milagro: que la estampida del dólar, al no trasvasarse linealmente a los códigos de barras, rebote contra el techo y al descender abra algún espacio para la política monetaria del Banco Central, que en un contexto de expectativas desbocadas no tiene chance alguna. Tenerla significa poder empezar una pelea similar a la que libraban Juan Sourrouille y José Luis Machinea en los años finales del alfonsinismo: la de la tasa de interés contra el tipo de cambio. No es una lucha sin costos para la economía, y sobre todo para el sector productivo. Es como una subasta en la que cada postor va subiendo el precio para arrebatarle al otro las expectativas de los especuladores.