CONTRATAPA
La guerra "snuff"
Por Sandra Russo
No pasará mucho tiempo antes de que algún cable de agencia indique que se ha descubierto que las fotografías digitales de torturas a prisioneros iraquíes fueron incorporadas en algún sitio porno. Tal vez esas fotografías ya estén formando parte de los catálogos secretos del mundo del snuff, que parece ser más que una leyenda si se toman en cuenta las desviaciones perversas que guarda, en sus sobacos, la cultura cuáquera que se autoindica como el “camino del bien”.
El snuff, nunca del todo probado pero insistentemente alimentado por la imaginería erótico-criminal de esa cultura, consiste en constancias fílmicas de violaciones y asesinatos, y supone un espectador snuff que sólo alcance el clímax viendo cómo padecen otros. En un colmo sádico, en un éxtasis de literalidad, al adicto al snuff no le alcanza la simulación que supone cualquier juego erótico. El goce snuff está ubicado fuera de los bordes de la ficción que permite, al común de los mortales, contentarse con ese fabuloso invento humano que nos libra del acto allí donde el acto pondría en peligro nuestras vidas o las de los demás: la fantasía. El goce snuff necesita que haya dolor donde se ve dolor, que haya amenaza donde se ve amenaza y que haya muerte real en la pantalla. La conexión entre el mundo snuff y los crímenes de guerra ya fue planteada, aunque no probada, en la guerra de la ex Yugoslavia. Se dijo entonces que de muchas de las sistemáticas violaciones a mujeres habían quedado registros fílmicos destinados el mercado snuff.
“Si vas con mujeres, no olvides el látigo”, le dijo el filósofo Paul Reé a su amigo Federico Nietzsche, con el que compartía la pasión por la musa de esos tiempos, Lou Andreas Salomé. ¿Qué le habrá dicho un anónimo soldado norteamericano a otro anónimo soldado norteamericano cuando se armó la foto en la que la joven England arrastra de la correa al perro iraquí? Si vas con mujeres a la guerra, no olvides darles a ellas el látigo, que sean ellas las que arrastren de la correa a los perros iraquíes, que sean ellas las que los obliguen a masturbarse, que sean ellas, casi infantiles, casi teen-agers, ambiguas en su ropa de fajina, que sean ellas, con sus cachetes rosados como las niñas de Mujercitas, que sean ellas las que se hagan servir por los perros iraquíes, o las que miren, en la foto, cómo los perros iraquíes son forzados a fornicar entre ellos.
La palabra soldada no existe. Las mujeres están soldadas a la palabra soldado. Dales el látigo a las mujeres soldado para que la escena sea perfecta: es en la sonrisa de la soldado England, en esos dientes apenas visibles, en esa sonrisa autocontrolada –porque el poder lo tiene ella, porque lo que está haciendo le parece divertido, porque está preparada para hacerlo, porque detrás de cámara sus camaradas le están festejando el valor–, es en esa sonrisa en la que la mirada snuff se detendrá, para luego cotejarla, en un crescendo de goce, con la mirada aterrada del perro iraquí. El goce snuff necesita humillación y sufrimiento real. Irak se volvió, inesperadamente, el escenario en el que las mujeres –las víctimas por excelencia del mundo snuff– han encontrado un perfecto sustituto: el prisionero de guerra, el varón degradado a los extremos más bajos de su propia condición. Dales el látigo a las mujeres, ahora sí, porque si son ellas las que manejan el látigo, la escena se vuelve realmente impactante. Que sonrían como la soldado England, que den la impresión de ser capaces de tomarse un ice-cream durante la sesión de torturas.
El presunto video de Al Qaida en el que el joven norteamericano Nicholas Berg es decapitado, por su parte, aparece como una contrarresta de horror, pero no tiene, a diferencia de las fotografías digitales, ningún componente snuff. Como no lo tienen los ataques kamikaze ni los atentados terroristas. Esas escenas dan cuenta de un furor criminal cuyos alcances estremecen, pero la crueldad fundamentalista no es en absoluto una crueldad erotizada.
El presunto video de Al Qaida es una pieza de guerra irregular. Allí se ejecuta, no se goza. En las fotografías digitales, en cambio, es fácilmente visible el desvío por el cual el poder ejercido sobre los prisioneros decanta en un nuevo fetiche.
En 1886, el primer compilador de las más extrañas parafilias, Richard von Krafft Ebing, escribió su Psychopathia Sexualis. En ella hace un rastreo de la libido occidental decimonónica, en el que abundan las preferencias sádicas. Entre ellas, por ejemplo, la de un hombre de Viena que visitaba regularmente a prostitutas sólo para enjabonarles la cara y afeitarlas con su navaja: eyaculaba mientras retiraba el jabón. Las prostitutas eran, desde luego, el blanco móvil mayoritario de los sádicos del siglo XIX.
Hay perversiones de época. Von Krafft Ebing incluiría hoy estas fotos digitales entre los nuevos productos fetichistas que arroja la cultura dominante. Nuevas postales eróticas posibles, con nuevos protagonistas y nuevos humillados. Dales el látigo, dales el látigo, que esas chicas rozagantes de Iowa o Michigan o Texas se cobren en la foto las facturas por las otras fotos y películas en las que otras chicas rozagantes como ellas eran las víctimas del goce snuff. Ahora son mujeres soldado, son camaradas. Dales el látigo, que saquen a pasear al perro iraquí.