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Por J. M. Pasquini Durán
El Gobierno trata de hacer equilibrio para mantener su popularidad y, a la vez, calmar la voracidad de las concesionarias de servicios públicos que añoran las tarifas y ganancias en dólares, aunque sus tasas de rentabilidad en pesos siguen siendo envidiables. Por eso, ninguna devuelve la concesión debido a las presuntas desventajas derivadas de la devaluación, pero tampoco cumplen al pie de la letra con los compromisos de inversión a los que están obligadas por contrato. Las corporaciones transnacionales han renunciado a una de las llamadas características del capital de inversión, que era el riesgo, y su expansión en las condiciones del neoliberalismo se basa en la ecuación de mínimo costo y máximo beneficio, a la manera de las potencias coloniales del siglo XIX. Varias de ellas, por ejemplo los ferrocarriles, además reciben subsidios directos del presupuesto fiscal, lo que hace más injustificable en la opinión de los castigados usuarios la mala calidad de las prestaciones.
La disputa por la provisión y las tarifas del gas natural y licuado ocupó la mayor atención nacional durante los últimos días, pero no es la primera ni será la última confrontación, por lo que cada precedente tiene valor por sí mismo y por la jurisprudencia que sienta para futuras negociaciones. En el caso del gas, el plan oficial tendió a reducir al mínimo el impacto en los gastos del consumo residencial, pero, como siempre, el hilo se cortó por lo más delgado: el valor de las garrafas, única fuente de gas para los hogares de menores recursos y más, ya que los consumidores se estiman en quince millones de personas, tendrá que ser regulado por la administración estatal para evitar los abusos. Por lo pronto, estableció la garrafa “social” a un valor de dieciocho pesos cada diez kilos, que se pueden comprar en seiscientas bocas de expendio, sobre un total aproximado de 75 mil. ¿Por qué no en diez mil comercios, a fin de facilitar el acceso público?
Tanto en las confrontaciones como en la capacidad de control de gestión aparecen ahora las debilidades del Estado a causa del desguace producido durante la década del ’90. Ya no es gigantesco ni se ocupa de los negocios que pueden ser redituables para el capital privado, pero sigue bobo como siempre y carga bolsones de corrupción como en sus peores épocas. La memoria social, esa que tanto se reclama en asuntos de derechos humanos, también debería ejercitarse en otros temas de interés público.
Así, hay que recordar que el daño provocado por las políticas públicas de la administración menemista, inspiradas por las derechas neoliberales, fueron consentidas por la mayoría de los ciudadanos hasta el punto de que su titular, Carlos Menem, ahora prófugo de causas que lo imputan en tribunales nacionales, fue premiado en 1995 con un segundo mandato y resultó el más votado en la primera vuelta de las presidenciales del año pasado. Los que criticaban el desguace del Estado, la apertura irrestricta de la economía, la privatización en condiciones leoninas del patrimonio público, la irresponsable toma de créditos en el país y en el exterior y todas las demás medidas del paquete conservador, eran recibidos como pesimistas profesionales, fundamentalistas enfermos de nostalgias por el pasado. Muchos de los que creyeron en las falsas promesas de modernidad hoy piden que el Estado se haga cargo de casi todo, aplauden la formación de la empresa estatal de energía, demandan el retorno de los trenes en toda la geografía nacional y vitorean al presidente Néstor Kirchner en cada oportunidad que reivindica la autodeterminación nacional.
No todos los críticos y opositores de las políticas neoliberales, que abarcaron un cuarto de siglo con diferentes intensidades, hoy son útiles por esa única condición, a pesar de los méritos acumulados. Aunque hay muchos protagonistas repetidos, los tiempos ya son otros, a veces para peor, y las preguntas y respuestas son casi todas inéditas o imprevistas. Por ejemplo: ¿cuánto tiempo podrá gobernar Kirchner sin un partido organizado que lo respalde o cómo resolverá su relación con los aparatos justicialistas que incluyen a gobernadores, intendentes y legisladores?
La oposición democrática tampoco puede llenar los casilleros del formulario de la actualidad y oscila entre desearle el bien al Presidente y, a renglón seguido, pronosticar que mientras no estalle el sistema de representación vigente (¿incluye al Presidente bienaventurado?) el país continuará estancado. Cuando la oposición no alcanza a convertirse en alternativa para la ciudadanía, es decir una fuerza a la que pueda recurrir si el Gobierno toma distancia de los intereses populares, corre el riesgo de sufrir el “efecto ladilla”, que pica y molesta pero no aporta nada. Juan Carlos Blumberg, con su tragedia y su iniciativa, pudo conmover a la sociedad más que cualquier partido de la oposición. Sorprendió y obligó al Gobierno y al Congreso a apurar la sanción de leyes y la formulación de un plan de seguridad, en tanto las fuerzas opositoras de la democracia sufrieron el mismo desconcierto, sobre todo por la magnitud de la movilización ciudadana.
La derecha fue más ágil de reflejos y trató, aunque en vano, de llevar la multitud y al mismo Blumberg para su molino. Desde entonces, esa identidad política, con todo el peso mediático que maneja, no cesó de golpear al Presidente, acusándolo de imprevisión, de sectarismo y de nacional-populista. La crisis energética metió fuego a la misma campaña y no hay motivos para pensar que abandonarán la tarea de disciplinar a Kirchner en los valores que fueron hegemónicos durante un cuarto de siglo y que sobreviven en nichos de privilegio.
A pesar de las críticas de un lado y del otro, el jefe del Estado conserva un alto nivel de adhesiones en la encuestas de opinión, aunque la realidad por momentos parece llevarle la delantera, obligándolo a usar la iniciativa y el juego de cintura para ofrecer respuestas rápidas (¿improvisadas?) a las emergencias que se le presentan. Está a punto de cumplir el primer año de su mandato cuatrienal y a pesar de todo lo que pudo o quiso hacer, sigue pendiente la reforma amplia que reconcilie a la política con la sociedad y, más que nada, la redistribución de las riquezas nacionales. Para decirlo en concreto, tiene que sacarles a los ricos una tajada de no menos del treinta por ciento de sus ingresos para transferirla a las franjas de la pobreza. En esta época de tantas cautelas y tantos desbordes, con soldados norteamericanos aplicando el terrorismo de Estado que la Argentina padeció en la última dictadura del siglo XX, ponerle fin a la exclusión social es la revolución pendiente.