ESPECTáCULOS › “LA VIDA ES UN MILAGRO”, LO NUEVO DE EMIR KUSTURICA
La banda empieza a desafinar
El realismo mágico a la balcánica pierde encanto: Kusturica vuelve sobre los tópicos de Underground, pero no convence. Abbas Kiarostami presentó sus dos nuevas obras, fuera de competencia.
Por Luciano Monteagudo
Aunque parecía haberse disipado la amenaza de huelga de los trabajadores temporarios de la cultura, que puede llegar a paralizar el festival, volvió a echar ayer su cono de sombra sobre la luminosa Croisette, el bulevar marítimo que recorre la ribera de Cannes. “El compromiso entre las partes, que permite a los trabajadores expresarse y a la muestra desarrollarse normalmente, caduca mañana domingo. No se puede decir qué pasará en Cannes a partir de entonces”, sentenció frente a todos los micrófonos Jean Voirin, el secretario general de la rama del espectáculo de la CGT francesa. “¡Ahora somos nosotros y no las estrellas quienes aparecemos en la televisión!”, se enorgullecía a su vez una de las manifestantes. Y para no ser menos, el personal de servicio del Carlton Hotel, uno de los más lujosos y tradicionales de Cannes, donde se alojan varias de las estrellas de Hollywood –entre ellos Quentin Tarantino y Brad Pitt–, también salió a la calle a pedir mejoras salariales, cortó el tránsito sobre la Croisette y dejó sin sábanas limpias a los huéspedes.
¿La lucha de clases en la Costa Azul? Ni tanto, ni tan poco. Los memoriosos evocan Mayo del ’68, la única vez que el festival se interrumpió en sus 57 años de historia, debido al vendaval revolucionario que llegó desde el Quartier Latin de París. Pero las autoridades de Cannes están convencidas de que el acuerdo con los trabajadores –que exigen no sea reformado el sistema de seguridad social que los ampara, entre otros reclamos– tendrá una prórroga de una semana más, que les permitirá llegar a la entrega de premios, el próximo sábado, sin mayores zozobras.
Entre tanta agitación gremial, el nuevo film de Emir Kusturica, La vida es un milagro, sumó su propia música. Que no es poca y que, proviniendo de la bulliciosa Kusturica No Smoking Orchestra, armó bastante ruido. Y sólo eso, porque el octavo largometraje del director –que ya ganó en dos oportunidades la Palma de Oro de Cannes, con Papá salió en viaje de negocios, en 1985, y con Underground diez años después– es, sin duda, el film menos inspirado de toda su carrera. A pesar de haberse llevado el León de Plata de la Mostra de Venecia ’98, ya Gato negro, gato blanco, su ficción inmediatamente anterior, mostraba serios signos de agotamiento. Y la película que presentó ayer en competencia confirma ese empobrecimiento de su cine, que parece reciclar una y otra vez los temas y los rasgos de estilo de lo que supo ser lo mejor de su obra.
En este caso, se trata de un regreso a los tiempos de Underground: a Bosnia durante la guerra que desangró a Yugoslavia, a los contrabandistas, a los músicos ambulantes y a todo ese realismo mágico balcánico que aquí incluye un muerto que carga con su propio ataúd y un burro que llora y se planta frente a las vías del tren, para acabar con sus miserias de amor. El caos a partir del cual el director de Tiempo de gitanos siempre organizó la puesta en escena de sus films vuelve a manifestarse en La vida es un milagro, pero ahora ya no parece tanto el motor, la fuerza vital que antes empujaba su cine sino más bien una excusa para esconder la falta de nuevos temas e ideas.
En el extremo opuesto del arco expresivo, el iraní Abbas Kiarostami –otro veterano de Cannes– presentó, fuera de concurso, sus dos nuevos trabajos, que se apartan ya definitivamente del campo de la ficción. El primero, 10 on Ten, es una serie de diez reflexiones sobre su propio cine, para acompañar el lanzamiento europeo en DVD de Ten, su último largometraje hasta la fecha, que pudo verse en el Bafici del año pasado. En esta suerte de master class filmada, Kiarostami se sube a la misma camioneta de El sabor de la cereza y recorre los mismos caminos del protagonista de aquella película, mientras discurre sobre la libertad que disfruta trabajando con una pequeña cámara digital, sobre los actores no profesionales, sobre su desconfianza cada vez mayor hacia el guión. En estas diez lecciones, que parecen tratar todos y cada uno de los problemas centrales del cine, hay un aspecto que Kiarostami curiosamente no trata: el montaje. Esa ausencia flagrante encuentra una respuesta en el segundo film que entregó a esta edición de Cannes: Five, un objeto audiovisual concebido a partir de cinco secuencias independientes entre sí y realizadas en una sola, única toma, generalmente estática.
En este camino extremo hacia la abstracción (un camino que Kiarostami viene explorando desde hace tiempo en sus exposiciones fotográficas), Five puede parecer, en una primera instancia, una suerte de experiencia zen, pero se revela finalmente como una nueva interrogación del director por las posibilidades y los límites del cine, en el terreno de la imagen y también del sonido. Estos cinco planos fijos, capaces de hacer tangible el tiempo que queda aprisionado en ese recorte de la realidad, consiguen expresar tensión, humor o una infinita melancolía sin apelar a ninguna forma narrativa. En todo caso, tienen el poder descriptivo y la sensibilidad de un haiku. Y no por nada, Five está dedicado a la memoria del maestro japonés Yasujiro Ozu. Los cinco planos fijos tienen un elemento en común: el mar. Y a la salida del film es imposible no volver a ver el Mediterráneo que baña la costa de Cannes con otros ojos. Quizá los de Kiarostami.