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Hablemos de la Argentina

Por Alberto Ferrari Etcheberry

Hace más de veinte años conocí en Nueva York un libro escrito por mujeres para mujeres: Our bodies, ourselves, editado en castellano como Nuestros cuerpos, nuestras vidas. El título no me gusta. El contenido sí: “Nuestros cuerpos, nosotras mismas”. Esto es: “Nosotras somos nuestros cuerpos”. Para un varón, perogrullo. Para una mujer, pleonasmo legítimo y necesario.
Confieso que con ese libro comprendí que la discusión habitual sobre el aborto era tan absurda como una discusión sobre la próstata: yo soy mi cuerpo y yo decido la suerte de mi cuerpo, esto es, de mi próstata. Quedó entonces claro para mí que con la decisión de abortar o no la mujer decide la suerte de su cuerpo. Confieso también que hasta sentí vergüenza con lo tardío de mi descubrimiento. Más precisamente con la comprobación de hasta qué profundidades llega el adoctrinamiento metafísico.
¿Por qué recuerdo esto ahora? Hace veinte años parecía que los argentinos comenzábamos a quemar etapas perdidas: hoy sin embargo gozan de buena salud las discusiones arcaicas y abstractas. Hasta algunos que se sienten y son progresistas critican a la doctora Carmen Argibay por reconocerse públicamente atea o declararse en contra de la penalización del aborto. Y así se libera el espacio por el que avanzan los ignorantes torquemadas o los hipócritas que gritan “monstruo sin dios ni moral, está a favor del aborto”.
Si el análisis es el instrumento intelectual de la burguesía en ascenso, confundir parece ser el de la decadencia, pues precisamente entre quienes proponen despenalizarlo están los únicos opositores al aborto y a su práctica habitual. Hipócritamente escondida pero segura en los ricos; tentativa de asesinato para los pobres. Lo único monstruoso es, entonces y paradojalmente, la negación del concepto “occidental y cristiano” de persona, esto es, recurrir a la sanción penal para obligar a una mujer a ser madre contra su voluntad, prohibirle ser ella misma, esto es, gobernar su cuerpo. Me enorgulleció que la doctora Argibay coincidiera (en Página/12, el domingo 18 de julio) con la tesis republicana de mi artículo “Los piqueteros de mi barrio”. A mí no me alegra ni defiendo que haya piquetes que traban el tránsito y que se generen conflictos de pobres contra pobres. Por el contrario: es deplorable, como es deplorable que una mujer no tenga más salida que el aborto. Piquete y aborto son respuestas tan anómalas como inevitables.
Y es otra muestra de imbecilidad o de mala fe vincular a los piquetes con el ataque a la Legislatura porteña. Cualquier barrabrava de Primera B junta más gente y es capaz de superar esos destrozos. Las barras bravas no reflejan la situación social sino a la mafiosa organización del fútbol profesional y a sus lazos con lo peor de la dirigencia política, sindical y empresaria. Mutatis mutandi, cabe algo similar para los lumpen de la Legislatura. A unos y a otros ni siquiera es serio tomarlos como expresión de una violencia contenida, como son los “riots” que cada tanto explotan en Londres o en Los Angeles. Si a cualquier observador objetivo que guste de lo concreto se los señala como muestra de la situación de las clases “menos afortunadas” argentinas, es probable que se sorprendería por la ausencia de violencia, cuando la Argentina, desde 1975, el Rodrigazo de la presidenta Isabel Perón, ha vivido un genocidio social sin precedentes. El ataque a la Legislatura no testimonia la situación social sino la fenomenal incapacidad del Estado argentino en todos sus niveles. Se sabe: consecuencia de la aplicación disciplinada del Consenso de Washington por la banda mememista. La cuestión es el Estado y esto es lo que debe discutirse, antes de que nos lo impongan de afuera. Porque, paradojalmente, nada menos que el tan denostado como mal leído Francis Fukujama en su explícita autocrítica a la globalización con mercado único y sin fronteras propone fortalecer o recrear el Estado-Nación como única garantía para la seguridad y la paz.
En contraste, los escribas anuncian que estamos en las vísperas de la revolución social. Es mala fe explícita, ignorancia y una mezcla de ambas. Mi bondad y mi realismo no pueden soslayar la ignorancia. Ejemplo, Mariano Grondona, acusado públicamente por mi ex profesor y reconocido helenista don Carlos Ronchi March de “crear un nuevo género literario: la ficción científica en filosofía, con citas de griegos apócrifos”. O su vecino de página dominical que desde La Nación “adoctrinó” con igual rigor que “Franklin D. Roosevelt cambió a jueces de la Corte norteamericana cuando éstos amenazaban colapsar su administración”.
Lo grave es que estos escribas y esos torquemadas de hecho asumen el papel de intelectuales –ante la ausencia o parálisis de quienes lo son, o deberían serlo– y de tal modo van imponiendo la agenda de la discusión pública. Así, entonces respecto de Argibay: “Estuvo imprudente al declararse atea”, “No la critico por su posición ante el aborto, pero decirlo no venía al caso”, “Será una gran jurista pero no tiene sentido político”. O en relación a los piqueteros: “Que la ley se aplique a todos, a los arriba y a los de abajo”, “Los de la Legislatura no fueron piqueteros pero la gente está harta de los piqueteros”, “Hay que condenar a cualquiera que ocupe la calle”.
Un título que vi de soslayo resume esta filosofía. “En un país civilizado esto es inadmisible”, decía. De acuerdo. Ahora hablemos de la Argentina.

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