CONTRATAPA › A 31 AÑOS DEL GOLPE DE PINOCHET
Yuxtaposiciones
Por Ariel Dorfman *
Eran tres cuadras las que separaban aquellas dos intersecciones en la capital norteamericana, tres cuadras entre el Du Pont Circle y el Sheridan Circle que yo solía caminar a menudo en mis tiempos de exilio en Washington. De los dos Círculos, era el Sheridan Circle el que tenía mayor resonancia para mí en esa década de los ochenta, el que me llenaba de tristeza y rabia. Había sido ahí, en ese exacto Círculo, a pocos pasos de la embajada chilena, que la policía secreta de Pinochet había asesinado, el 21 de septiembre de 1976, a Orlando Letelier, el ex ministro de Salvador Allende, y yo, como otros desterrados, pasaba por ese sitio frecuentemente, tanto para conmemorar al compañero muerto como para prometerme a mí mismo que algún día íbamos a juzgar al dictador que lo había mandado matar.
En cuanto al Du Pont Circle –nombrado por el almirante Samuel Francis Du Pont, héroe de la guerra civil norteamericana y fundador de su primera Academia Naval–, no tenía ni una reverberación pinochetista para mí. Solía devorarme ahí un sandwich al mediodía, gozando de la melodía de las aguas de su fuente central mientras contemplaba cómo iban cruzando por la vecindad una abigarrada muestra de habitantes de Washington: representantes de la bohemia intelectual, algunos músicos ambulantes, diversos hombres y mujeres sin casa, y también una retahíla de diplomáticos, ya que en esa zona se congregaban, y es así hasta el día de hoy, todo tipo de legaciones y consulados extranjeros. Tal vez por eso se había instalado en un ángulo solemne de ese Du Pont Circle el Banco Riggs, que servía preferentemente a los funcionarios de la Embassy Row. No le daba, de verdad, importancia alguna a ese banco en aquel tiempo ni menos se me ocurrió que vendría un día en que el Riggs iba a ser el insólito instrumento para que el general Pinochet tuviera por fin que enfrentar a la Justicia.
Es lo que acaba de pasar. Una pesquisa del Senado norteamericano ha descubierto que el ex dictador –y su esposa flamígera, Lucía Hiriart– tenía cuentas secretas (de hasta ocho millones de dólares) en el Banco Riggs, lo que ha llevado a una serie de investigaciones de las finanzas de Pinochet, tanto en los Estados Unidos como en Chile. Hasta ahora el general chileno ha logrado escapar de las consecuencias de sus violaciones de los derechos humanos –aduciendo una incapacidad mental para ser sometido a juicio–, pero este escándalo es el que convenció a los jueces de la Corte Suprema de Chile que había que procesarlo por su participación en la Operación Condor, la estrategia terrorista con que se coordinaron los servicios de inteligencia del Cono Sur en los años setenta. Y no cabe duda de que tampoco le va a ser fácil a Pinochet deshacerse de que el magistrado que investiga sus finanzas en una causa paralela indague cómo un hombre con el modesto sueldo de un comandante en jefe y que juró que dejaría su cargo pobre pero honrado terminó acumulando tantos millones. Pinochet no podrá eludir una explicación acerca de por qué decidió esconder esos millones, tal como lo hacen los traficantes de armas y drogas, tal como lo hacen, precisamente, los terroristas.
El terrorismo. De las muchas ironías que luce este nuevo affaire Pinochet, es la conexión con el terrorismo lo que más me llama la atención. Pensemos en que las malandanzas y malabarismos monetarios de un general que tomó el poder un once de septiembre de 1973, sólo se conocen ahora debido a que 28 matemáticos años más tarde sobrevino otro once de septiembre, debido a que los atentados del 2001 llevaron al Congreso norteamericano a legislar con severidad sobre el lavado del dinero en los bancos de su nación y a escudriñar las cuentas escondidas de toda una caterva de ilícitos que hasta ese momento podían obrar con sorprendente impunidad. Qué burla le juega la historia a Pinochet: la muerte de tres mil norteamericanos en un ataque terrorista fundamentalista islámico, en el que él nada tiene que ver, pone en la mira de la Justicia y los senadores norteamericanos a un hombre que a su vez sembró el terror en su propia capital y mató y torturó a mucho más que tres mil compatriotas suyos. El hombre que, además, exportó ese terror a las calles de Washington. Puesto que, hasta la ofensiva criminal de las huestes de Bin Laden contra las Torres Gemelas y el Pentágono, sólo había existido antes en la historia norteamericana una agresión terrorista contra su suelo: el que armó Pinochet en el Sheridan Circle en 1976. Ese Círculo tan próximo al Banco Riggs, esas tres cuadras por las que pasaban cada día los burócratas que depositaban en ese banco los fondos del general, que blanqueaban esos fondos, que ocultaban el origen de esos fondos. ¿O no sabían ellos acaso, nunca se preguntaron qué relación había entre ese dinero colosal del dictador de Chile y la bomba que explotó a pocas cuadras de distancia, nunca vieron cómo año tras año los amigos de Orlando Letelier y su familia colocaban flores en el Sheridan Circle, acaso nunca hicieron la conexión?
Pero hay, en efecto, una conexión entre los desmanes bancarios que se perpetraron en el Banco Riggs del Du Pont Circle y la muerte que acosó a Letelier y una acompañante norteamericana, Ronnie Moffitt, en el Sheridan Circle. Es una conexión sutil, quizá metafórica, pero de todas maneras, significativa.
No se trata tan sólo de la idea fehaciente, pero excesivamente simplista y obvia, de que el mismo poder que le permite a un dictador asesinar a mansalva le permite también robar cuantos millones puede y quiera: el poder absoluto corrompe... etcétera... Más interesante, a mi parecer, es el tema del ocultamiento como la estrategia crucial de un dictadorzuelo como Pinochet, o por darle un término más contemporáneo y sugerente: el lavado.
La eficacia de la dominación que ejerce el general en Chile –como los horrores que llevaron a cabo tantos otros tiranos durante el siglo XX, desde Stalin y Hitler hasta Saddam Hussein y Somoza– se edifica en el principio de que, junto con atormentar en algún miserable sótano o lejano campo de concentración los cuerpos indefensos de sus ciudadanos, es imprescindible negar públicamente toda responsabilidad. Esta imagen inmaculada del hombre fuerte es crucial para su supervivencia –y alcanza, en los miles de desaparecidos chilenos, su culminación contemporánea–. Al no haber siquiera un cuerpo que exhibir o entregar a la familia, se logra cosechar los frutos de un terror absoluto a la vez que se rechaza todo intento por investigar los orígenes de aquel terror ni menos a sus autores. Mientras más sangre se ha derramado, más obligatorio es lavar incesantemente a la luz del día las manos culpables. Pero ahí está la sangre, ahí está el dolor, ahí está la traición, como lo sabía la mujer de Macbeth con sus manos falsamente limpias y pristinas que enjugaba una y otra vez –una mala conciencia que no parecen exhibir los mediocres déspotas de nuestro tiempo a los que, por cierto, les falta un Shakespeare y la redención de sus palabras–.
Y ese mismo principio del lavado perpetuo de las manos públicas de los violadores habituales de nuestra humanidad es el que rige también el destino del dinero que los represores suelen atesorar secretamente. Para disfrutar de esa fortuna –como del poder que lo facilita–, es fundamental que nunca se conozca de dónde proviene aquel dinero. Pero hay más: el lavado del dinero requiere, igual que el lavado que acompaña a la tortura que, bajo las órdenes del criminal, se despliegue un vasto ejército de acólitos y ayudantes, tan adeptos en ocultar una vesanía aterradora como un dólar mal habido.
Para que esta investigación en torno del patrimonio malsano del general Pinochet de veras tenga un efecto importante, es imperioso que las miradas se dirijan no sólo al criminal que robó los caudales públicos sino más esencialmente a todo el aparato a su servicio que sistemáticamente encubrió la verdad de lo sucedido, es perentorio que se busquen medios para que no le sea posible a un abusador de los derechos humanos acaparar en forma furtiva sus haberes. Si el resultado de este escándalo ayuda a que por fin haya transparencia en los manejos bancarios –sea de un terrorista como Pinochet o de los terroristas que trabajan para Al Qaida o de los criminales de cualquier otra organización internacional–, habremos dado un paso trascendental para controlar el mundo en que vivimos.
Ojalá que esa iluminación feroz de las oscuras maniobras que disimulan tantos ilegítimos asuntos financieros en nuestro planeta sea acompañada por una tentativa paralela por proscribir la tortura, ojalá nos podamos dar cuenta de la relación profunda que debe existir entre ambas acciones a favor de la especie humana.
Así lo entiendo yo, por lo menos. La próxima vez que viaje a Washington, voy a volver a recorrer las tres cuadras que separan a los dos Círculos y en esa ocasión futura no podré ignorar la proximidad, no sólo geográfica, de ambos lugares, y meditaré, sin duda, sobre el hecho, tal vez no tan asombroso, de que la mano que abrió una cuenta en un banco en una calle de Washington es la misma mano que, años antes, había mandado matar a Orlando Letelier en otra calle tan cercana, me diré que la lucha por la justicia y la lucha por la transparencia es, al fin de cuentas, la misma lucha impostergable.
* El último libro del escritor chileno Ariel Dorfman es Memorias del Desierto.