CONTRATAPA
Ser malo
Por Rodrigo Fresán
UNO Hablemos del mal. Hablemos de ser malo. Hablemos de El Jonathan. Aquí tengo su foto en una página recortada del diario de hace unos días: los ojitos pérfidos de El Jonathan asomándose por entre las persianas de un balcón del barrio de Baró de Viver, en Barcelona. El Jonathan está sitiado en su propia casa que –dicen– es como “un museo de artículos robados”. Son doscientas personas las que gritan su nombre con una mezcla de furia y miedo y satisfacción. El Jonathan es temido y odiado por todos los que ahora lo han acorralado y no lo dejan escapar y esperan la llegada de la policía y ruegan por que se lo lleven lejos y no vuelva jamás porque si no –susurra alguien– “va a haber jaleo”. Pensar en Jonathan –veinte añitos– como en la perfecta cruza del Demian de La profecía y Raimundo, el sobrino de Larguirucho. Mala sangre y semilla de maldad y el ser más temido de la vecindad: tres reclamaciones judiciales, 10 antecedentes de robo, lesiones y sustracción de vehículos (El Jonathan es especialmente adicto a las motos ajenas de alta velocidad), la felicidad de vaciar los extintores de incendio de los bares sobre los parroquianos, numerosas amenazas de muerte a niños y escupidas a ancianos, y su especialidad: romper las puertas de ascensores para que se abran cuando el ascensor no está y a ver qué pasa si alguien anda distraído, ¿no? Cuando está cansado o con pocas ganas de hacer de las suyas, El Jonathan suele salir a la ventana, sentarse allí, y mear alegremente a todos los que pasan por abajo. Y la cosa viene de familia: la abuelita lo encubre y lo define y defiende en plan “criaturita de Dios” y solloza: “Quieren partir la puerta y sacar a Jonathan y atarlo y darle de palos hasta matarlo”. La madre tuvo que irse a Huesca y la recuerdan como a “una envenenadora de odio”. El padre –cinturón negro de karate– ganó fama al interrumpir unas fiestas barriales al grito de “¡Esto se acabó!” mientras se abría paso con una hoz con la que casi cercenó el brazo a un joven que se divertía por ahí. Se sabe que el padre de El Jonathan pasó buena parte de su vida en la cárcel, que vendía droga y que pagaba a jóvenes para que agredieran a sus enemigos. Uno de ellos, cansado de que se la pasara atormentando a un pariente, lo mató con un cuchillo grande y feo. Antes de que la familia se fragmentara, entre todos criaron a la perra de nombre Golfa, raza pitbull, y especialista en masticar y tragarse crudos a los cachorritos del lugar. Y al final llegó la policía –lo vi por la tele– y entraron al departamento donde vive El Jonathan y se llevaron a dos de sus secuaces (que se dijeron inocentes y obligados por El Jonathan a estar ahí; uno de ellos se había cagado en los pantalones, precisó uno de los agentes de la Guardia Urbana). No está de más agregar que en uno de los armarios de la cocina hallaron “a un menor de 14 años atado y amordazado”. El Jonathan salió sonriendo y saludando a las cámaras. Lo subieron a un patrullero y se lo llevaron y dicen que todo Baró de Viver respiró aliviado. Pobrecitos. No saben que esto es sólo el principio. En alguna parte ya se está preparando la continuación, la secuela, la resaca: La venganza de El Jonathan o El Jona-than II: El retorno de la bestia. La frase en el poster será, por ejemplo, por poner algo: Cuando ya pensabas que era seguro volver a usar el ascensor...
DOS El que el segundo apellido de Jonathan –el primero es Llorens– no sea otro que Aznar da para muchos chistes pero mejor no, porque con Aznar no se hacen bromas. Porque se suponía que Aznar se había ido para no volver, que se retiraba triunfante y realizado y feliz de entrar en los manuales de historia dejando a su partido en el gobierno. Pero no. Algo salió mal. O algo no salió bien. Algo pasó. Y Aznar vuelve. Habiendo agotado las mieles de la gira/presentación de sus memorias selectivas y dichas las conferencias en universidades norteamericanas donde afirmócosas como que las bombas de Madrid eran el producto de la expulsión medieval de los moros y no de la entrada de España en la guerra de Irak, Aznar reapareció en el congreso del Partido Popular del pasado fin de semana para ser investido con el simbólico y extraño y supuestamente consolador cargo de “presidente de honor” del partido. Y lo diré una vez más: no hay nada más gracioso que consumir política extranjera, porque es igual de absurda que la propia pero duele menos. En el congreso –que, se suponía, tenía que funcionar como lanzamiento definitivo del cada vez más nervioso Mariano Rajoy, su sucesor a dedo– Aznar dijo treinta minutos de cosas que entusiasmaron a la concurrencia que va a estos mitines en plan “dales caña”. Cosas que a mí me hicieron temblar y pensar en que –aunque distante y lejana– la misma sangre de El Jonathan corre por las venas de El José María. Aznar gritaba con esa voz finita, alzado sobre las puntas de su pies, que “el día que sintamos vergüenza por haber gobernado, estaremos incapacitados para volver a gobernar” (tiro por elevación al centrado y popular Ruiz-Gallardón, alcalde de Madrid, quien, en su discurso de apertura del congreso, fue el único que se atrevió a un “reconozcámoslo, algo hemos debido de hacer mal”) e instruyendo en público a su delfín con la tiburonesca consigna de oposición sin tregua y eso de la autocrítica para las mojarritas. A esa misma hora la noticia del descabezamiento de ETA comenzaba a robarle centimetraje en las primeras planas y minutos en las pantallas. Y, claro, lo cierto es que Aznar tiene motivos para estar nervioso: las leyes del PSOE que dan vuelta las leyes del aznarato (adiós a la Religión como materia obligatoria), la legalización de los matrimonios homosexuales y la autorización de adoptar niños como cualquier otra pareja, las sonrisas de Zapatero junto a los presidentes francés y alemán a la hora de potenciar Europa como potencia cordialmente antagónica al avance del Imperio Texano y –horror de horrores– el que Michael Moore ni siquiera le dedicara un fotograma a Aznar en su diatriba Fahrenheit 9/11. En unos días lo tendremos declarando en la comisión que investiga qué pasó el pasado 11 de marzo en los trenes de Madrid y cómo es posible que algo así haya sucedido. Aznar dice que va contento, seguro en su idea de que asumir algún error equivale a sentir vergüenza y que sentir vergüenza es sinónimo de incapacidad.
El Jonathan, seguro, lo mirará por la tele. Espero –por la buena y pobre y sufrida gente de Baró de Viver– que no sea, otra vez, una vez más, un televisor robado y malo.