CONTRATAPA › HISTORIAS CON GALOCHAS
Arrumaco, Gestor Arbitrario
Por Juan Sasturain
Según el profesor Augusto Mercapide, famoso –y único– experto en vida y costumbres de los esquivos galochas, los pobladores de las fuentes del Orinoco nunca se complicaron la vida en cuanto a la necesidad de la demostración de sus sentimientos. Sí se cuestionaron la forma. Directos, transitivos, no se guardaban nada. Amor, odio, envidia, satisfacción, ira, tristeza, nostalgia y desespero hallaban inmediato correlato en gestos inequívocos y ademanes transparentes. Una prueba es que en su idioma –hoy perdido por negligencia, desaprensión, generosidad y falta de escritura– no existía una palabra para la idea de “hipocresía”; además, y coherentemente, “mierda” y “mentira” se expresaban con el mismo vocablo. Al menos así lo sostiene el inexcusable investigador en su opúsculo-trabalenguas “Los galochas, del hecho al dicho sin sospecha”, donde muestra cómo esta saludable etnia americana expresaba exactamente lo que sentía: el problema es saber cómo. Para eso, sostiene Mercapide, hay que remontarse a la época de Arrumaco, llamado el Gestor Arbitrario, un personaje singular.
En el legado galocha, a falta de un repertorio verbal –no hay palabras–, existe un registro minucioso de gestos. La originalísima cerámica antropomorfa de los galochas, datada precisamente en la época de Arrumaco, ha conservado en inmejorable estado un vistoso muestrario de ademanes y muecas cuya decodificación –obra del consabido Mercapide– sorprende por su riqueza y aparente arbitrariedad. Es una colección de dos mil trescientas terracotas de diferentes tamaños y colores que pretende dar cuenta de todas las posibilidades de expresión corporal de sentimientos en cuatro series: cuerpo entero, rostro, manos y el llamado “efecto combinado”, resultado de la suma, mezcla y resta de las otras tres.
Se trata de un hecho extraordinario, ya que en ninguna cultura conocida se ha pretendido registrar con semejante minuciosidad lo que se suponen expresiones naturales. Es que para los galochas –explica Mercapide en algún momento que él llama “la cesura de Arrumaco”–, el gesto espontáneo dejó de serlo y se debió crear un nuevo repertorio alevosamente arbitrario. Las terracotas no serían, entonces, si no una especie de catálogo gestual del que no hay constancia de significados precisos, un diccionario carente de definiciones. Las cejas levantadas a diferente nivel, el dedo índice dentro de la oreja, la lengua estirada hasta la punta de la nariz o el codo hacia adelante a la altura de la barbilla que ilustran las estatuillas, son gestos singulares, de sentido puntual, pero desconocido. Cualquiera desesperaría ante el dato; el incombustible Mercapide, no. Sólo explica lo que (supone que) pasó.
Los peculiares galochas fueron alguna vez –antes y después de Arrumaco y su proyecto delirante– como todo el mundo. Es decir, decían y mostraban lo que pensaban y sentían con palabras y gestos universalmente registrados: gritos y ronroneos, del beso al puñetazo, del frotamiento de nariz al pellizco de pezón, la escupida o el manotazo a los testículos. Particularmente sensibles y demostrativos –“lloraban por cualquier cosa”, dice Mercapide que se quejaba Arrumaco–, los galochas cayeron en una paulatina confusión expresiva que se manifestaba de dos típicas maneras: vaciamiento de sentido por automatismo y necesidad de sobreactuación. Decirse todo el tiempo querido o boludo o loco hace cada vez más difícil decir realmente querido, boludo o loco. Besarse con todo el mundo haceprácticamente imposible besar realmente a alguien; llorar todo el tiempo y por cualquier motivo –dolor, emoción, alegría extrema, bronca– empobrece a las lágrimas como significantes. En su ensayo “Arrumaco o sobre la decadencia en el arte de sentir”, Mercapide se explaya al respecto.
El sagaz Arrumaco fue por sobre todas las cosas un hombre sensible al que la persecución de la forma expresiva perfecta traicionó: tras buscar infructuosamente, durante dos semanas, las palabras y los gestos no gastados para expresarle a su amada la singularidad de lo que sentía por ella, llegó tarde. Antes de que él encontrara lugar, intensidad y momento adecuados para el beso, un estridente y torrencial arrebatador ya se la había llevado incluso a darse un revolcón a la ribera del río. Herido de muerte, el resentido pero lúcido Arrumaco concibió lo que sería su contrarrevolución expresiva. Y los galochas, siempre dispuestos a la innovación y a los remedios contra el ominoso tedio, le hicieron caso.
Arrumaco impuso, primero, la necesidad de la parquedad oral, una especie de purga de la palabra, reducida a mínimas formas funcionales, dejando la totalidad de la manifestación sentimental a los gestos. Tener que mostrar y hacer en lugar de decir y explicar los sentires ya fue un progreso. Sin embargo, los excesos compensatorios –en el campo de los afectos y de la ira, sobre todo– motivaron desbordes que Arrumaco erradicó en una segunda etapa con una propuesta aún más audaz: la expresión cero. Así, obturada toda manifestación verbal o física de los sentimientos, se acumuló tal cantidad de energía reprimida que los galochas alcanzaron extremos de increíble sensibilidad y de matices concentrados sólo en la mirada. El “mírame y no me toques (ni me digas)” de Arrumaco produjo fenómenos extraordinarios como la caída de ojos sensual y el pestañeo iracundo, capaces de derretir de amor o hacer desfallecer de dolor a distancia.
Fue el momento en que el innovador expresivo decidió liberar el gestuario –de ahí lo de equívoco “gestor”–, pero a partir de un nuevo código que salteaba todas las viejas formas, de la caricia al mordisco o el pito catalán. Ese “expresionismo abstracto” de Arrumaco, que nada tiene que ver con los enchastres modernos de Pollock y compañía, es lo que ilustra la extraordinaria colección de estatuillas, auténtico repertorio de gestos que el galocha necesitado debía consultar para poder expresar con precisión lo que sentía.
Aunque los significados se han perdido, podemos suponer –Mercapide lo hace– que Arrumaco consiguió, al menos por un tiempo y por el absurdo, devolver a todos el vértigo maravilloso de la búsqueda expresiva por otros caminos, algo que los poetas, los ciegos y los sordomudos conocen muy bien. El amante que se muerde la base del pulgar mientras espera con los ojos fijos que ella se tire tres veces del pelo en respuesta, y queda decepcionado por una palma hacia arriba con el anular erguido que lo rechaza, es patético pero querible.
No sabemos cuándo los galochas volvieron a besarse y a cagarse a trompadas –dos clásicos–, pero sí sabemos que con Arrumaco, el Gestor Arbitrario, alguna vez intentaron buscar otros caminos. Los galochas siempre fueron más interesantes para Cortázar que para Lévi-Strauss.