CONTRATAPA
Cacerolas y militares
Por Luis Tibiletti *
En medio de la discusión sobre los efectos políticos de los cacerolazos, pasó desapercibido un elemento clave para el resultado de la crisis: el papel cumplido por los militares.
Desde hace ya un año y medio a muchos de los analistas políticos les resultaba claro que la continuidad del modelo propuesto por el gobierno de la Alianza llevaba inexorablemente a un choque con la sociedad que solo se podía saldar a favor del gobierno con represión. Desde esa fecha se desató una disputa que estuvo en sordina durante los últimos años: el establishment intentó voltear los instrumentos jurídicos del consenso de los ‘90 que impedían la utilización de las Fuerzas Armadas para la represión como instrumento de control social. Los dos partidos mayoritarios levantaron una barrera jurídica para evitar otro enfrentamiento de los militares con su pueblo como en los ‘60 y los ‘70, hasta 1983.
Así fue como los supuestos expertos de siempre empezaron a explicar que los nuevos problemas de seguridad nacional requerían de un enfoque distinto. Y todas las excusas fueron válidas. Por ejemplo, la siempre presente amenaza del narcotráfico, impulsada por la voluntad de algunos sectores de la administración de los EE.UU. para transformar en guardias nacionales a nuestras Fuerzas Armadas. O las ideas centrales del ex secretario de Hacienda de la dictadura, Manuel Solanet, que con la excusa de un estado mínimo quería hacer desaparecer el Ministerio de Defensa y devolver todo el poder político a los militares. Éste, al igual que Cavallo, proponía un juego de uniforme con una sola fuerza para defensa y seguridad.
El atentado del 11 de septiembre en los Estados Unidos dio un buen pretexto para proponer la reunión, por presuntas razones presupuestarias, de la Armada y la Prefectura, confundiendo así roles de seguridad interior con los de defensa. Por el atentado, algunos quisieron colgarse de las Torres arguyendo que el terrorismo era claramente un ataque externo y por tanto asunto militar. Claro que los piqueteros eran internos, pero pasarían a ser aliados de Bin Laden y listo. Como los Sin Tierra de Brasil, que fueron tema de discusión en Santiago de Chile en la última Conferencia de Ejércitos Americanos realizada en noviembre.
A los intentos de Fernando de la Rúa, el menemismo sintonizó proponiendo un solo superministerio de Defensa y Seguridad. De ese modo se sumó a los generales del Proceso y a algún que otro jefe de Estado Mayor del presente, que reclamaban se tuviera en cuenta la experiencia de las Fuerzas Armadas.
Pese a todas las presiones, el dique resistió. A la hora de las puebladas fueron los propios militares los que se aferraron a cumplir todas las órdenes que De la Rúa les quisiese dar: “Siempre en el marco de la ley”. Esa misma ley que les impedía participar en el control de los disturbios sin previo estado de sitio aprobada por el Congreso y para el cual además advertían que no iban a usar ni lanzagases ni “palitos de abollar ideologías” sino tanques y cañones y su propia doctrina, como justamente dice la ley.
Esa sensatez compartida por las mayorías no fue la de algunos dirigentes políticos de uno y otro partido que –ante el temor a la explosión social– reaccionaban reclamando un regimiento por aquí y otro por allá. Sin embargo la prudencia y la memoria de ambos sectores –los políticos y los militares–, aplacó a esas voces histéricas y oportunistas. Una de las noches de crisis un alumno de la Escuela de Defensa Nacional, coronel de la Guardia Nacional de Venezuela, llamó a mi casa para decirme: “Profesor, ahora entiendo porque insistían tanto con la separación de roles. Nosotros en el Caracazo sacamos al ejército a las calles y tuvimos varios miles de muertos. Ustedes no lo hicieron. Tienen docenas, pero aunque duelan no es lo mismo”. No estaría mal que esta construcción de 18 años de democracia, levantada por la voluntad de muchos civiles y militares, sea una joya de la abuela que nunca más rifemos.
* Profesor de la Escuela de Defensa Nacional. Asesor del PJ.