CONTRATAPA
Vade retro
Por Rodrigo Fresán
Desde Barcelona
UNO:
Mientras yo escribo esto y ustedes lo leen, en una habitación del romano Policlínico Gemelli, un hombre bautizado como Karol Wojtyla –pero hace décadas convertido y conocido como el superhéroe Juan Pablo II– parece que agoniza; parece que resucita; parece que no habla y de pronto habla en varios idiomas; parece que ya no piensa en nada terreno, pero de golpe pregunta “¿Y Zapatero qué hace?”; parece que descansa, pero, sin pensarlo dos veces, ofrece una misa en su suite. Sí, sí: Juan Pablo II hace muchas cosas; pero desde estas humildes líneas –para su esparcimiento e iluminación– le recomiendo que hable con quien corresponda y ordene copia de Constantine, reciente película de Francis Lawrence protagonizada por Keanu Reeves. Y vea la luz.
DOS:
Constantine arranca en un basural en México con el hallazgo de la punta de la lanza que se hundió en el costado de Jesucristo. Quien encuentra este artefacto cataclísmico es un espalda-mojada que enseguida, poseído por una fuerza superior, cruza sin visado la frontera hacia Estados Unidos “y ya se sabe: las películas americanas que empiezan o terminan en México suelen ser películas un tanto violentas”. Constantine lo es y –a la hora de sintetizarla– se la podría definir como una perfecta cruza entre Cosecha roja, El exorcista con un toque de Men In Black; porque la trama pasa en buena parte por los conflictos que causa la inmigración ilegal y diabólica de las potencias del inframundo a los cada vez más celestiales Estados Unidos del Mesías Bush. Allí, el agónico John Constantine es un detective privado –o algo así– cuya especialización son los conflictivos asuntos que, de tanto en tanto, alteran el delicado equilibrio entre las fuerzas del Cielo y el Infierno. Entre uno y otro bando estamos nosotros, claro: resignados e ignorantes peones –botín carnal y carne de cañón– en una cosmológica partida de ajedrez entre Dios y el Diablo. Y John Constantine es Keanu Reeves. Lo que significa que Constantine no es muy diferente al Neo de Matrix –a la que Constantine se parece bastante; aquí también se discuten dimensiones alternativas y diferentes planos de la realidad– porque, bueno, Reeves no es un actor de grandes recursos, aunque resulte perfecto a la hora de conseguir una textura comic. Digámoslo: comparado a Reeves hasta Stallone parece Jim Carrey. Pero esto no importa: uno no espera que Reeves nos deslumbre a la hora de expresar los matices de la condición humana. Y uno tampoco espera que una de esas películas efectistas sea tan efectiva como Constantine. Y aun así, el film en cuestión está muy por encima del promedio habitual y propone una idea muy interesante: la idea de que los fundamentalismos religiosos –y en Constantine los arcángeles católicos son los más fanáticos– son la llave que abrirá la puerta para que la humanidad toda acceda al horror absoluto de la destrucción porque, sólo en la hora del espanto definitivo, los mortales alcanzamos la más devota de las piedades. Y entonces, sí, las puertas del Cielo se nos abrirán y el Infierno tendrá que colgar el cartelito de Liquidación Total y el de Cierre por cambio de ramo.
TRES:
Por eso decía que Constantine (en una escena de la película, un dealer de reliquias religiosas ofrece un fragmento de la bala de aquel atentado en la plaza de San Pedro) podría resultarle interesante al Papa en estas horas inciertas. Aunque después pensé que si algo le sobran al Papa son certezas. Por lo menos, así lo demuestra su reciente best-seller –respuesta a tanto thriller anticlerical– titulado Memoria e identidad donde a su ya familiar cruzada contra el aborto y el uso de preservativos como forma de combatir enfermedades muy feas (recordar que fuentes vaticanas atribuyeron la expansión del sida a una “inmunodeficiencia moral”) agrega una novedosa apología de lo que para muchos historiadores es “El Oscurantismo”. Uno de los períodos más religiosamente siniestros jamás vividos por ese ser que –repitan– no desciende del mono sino de las alturas. Allí, el Papa escribe: “El Medioevo con su universalismo cristiano; el Medioevo con su fe simple, fuerte y profunda; el Medioevo con sus catedrales”. Enseguida, el Papa salta al presente y condena a una Europa golpeada por una avalancha de totalitarismo laicista: “una civilización que si no es atea de una forma pragmática, es ciertamente positivista y agnóstica, ya que el principio en que se inspira consiste en pensar y en actuar como si Dios no existiera”. Detrás de todo esto, claro, lo que se teme es un “desarme moral” del continente –hubo reclamos benditos en cuanto a que la reciente Constitución Europea no se definiera como claramente católica– y un avance de los “valores fuertes” de la inmigración musulmana. ¿Qué pensaría John Constantine al leer Memoria e identidad? Poca cosa. Para Constantine –con su ametralladora en forma de cruz– el problema no está en que los humildes mortales crean lo que se les da la gana sino en que a las más poderosas jerarquías se les dé la gana de creerse cualquier cosa.
CUATRO:
Y escribo esto en España. Y que el Papa haya preguntado eso de “¿Y Zapatero qué hace?” un par de días antes de la sacra traqueotomía no es casual. Porque de un tiempo a esta parte –desde la expulsión del PP y la ascensión del PSOE– el panorama místico está agitado y los predicadores se quejan por los sustantivos. El nuncio papal solloza persecuciones varias: la autorización de matrimonios homosexuales, campañas profilácticas entendidas como “promotoras de la promiscuidad” y “gravemente falsas” a la hora de sostener que los preservativos evitan contagios, reformulación de la educación religiosa en las escuelas, el éxito de la recién oscarizada Mar adentro como apología de la eutanasia o La mala educación como denuncia de la pederastia con sotana. Mientras tanto, los practicantes jóvenes constituyen apenas un 14,2%: la mitad de lo que eran hace cuatro años. El fin del mundo está cerca y ya saben: estas cosas no sucedían en la Edad Media. Al final y desde el principio –lo entiende muy bien John Constantine– todo pasa por fronteras y territorios. Y quién los ocupa.
El otro día leí –sin entender demasiado– que el Universo está hecho de algo conocido como “materia oscura”.
Nosotros –incluido el Papa– también.