CONTRATAPA
Ultratumba
Por Rodrigo Fresán
Desde Barcelona
UNO El otro día en Buenos Aires, en una perfecta y dorada mañana de otoño de esas que sólo se consiguen por ahí, mientras masticaba uno de esos tostados –que también sólo se consiguen por ahí–, planeando sobre los titulares de un diario sin posarme en ninguno, de golpe, la miga y el jamón y el queso se me atragantaron a medio camino entre la garganta y lo que hay más abajo. Leí: “Dictan normas para reutilizar prótesis en Chubut: Extraerán marcapasos de cadáveres. Tragué con la ayuda de un poco de agua y seguí leyendo: ‘crisis de la salud pública’, ‘ordenó a los directores de los hospitales extraer marcapasos y prótesis traumatológicas de los pacientes muertos para que puedan ser recuperados y utilizados en otros pacientes’, ‘no se necesitará autorización de los familiares para la extracción’”. Claro, a uno le gustaron siempre las películas de terror y lo primero que piensa –uno es un poco tontito o, tal vez, en el consuelo de lo hipotéticamente ficticio se halla el todavía tibio consuelo para el rigor mortis de esta terrible no-ficción–, no puede evitar pensar lo que harían con todo esto Rod Serling o Stephen King o David Cronenberg. Después, horror, piensa en la ceremonia en sí, en ese momento terrible, en la manipulación de aquello que no descansa en paz, y cierra el diario como se cierra una puerta, y sigue masticando su tostado con vistas a ese cementerio donde yace el cuerpo maldito de ya saben quién y donde, seguro, apenas se esconde un rico yacimiento de marcapasos a la espera de que alguien lo descubra y lo reclame.
DOS Mucho se ha escrito y reflexionado sobre la perturbadora relación entre los argentinos y la muerte. Ya se sabe: Lavalle, Rosas, Evita, Junior y treinta mil cuerpos más flotando como flotan los espectros sobre la mesa de tres patas de nuestro inconsciente colectivo a la espera de losproverbiales tres golpes después de tanto golpe. Todos somos mediums y lejos –muy lejos– estamos del festivo disfrute de los mexicanos o de la templanza zen y bushido de los japoneses. Los argentinos marcamos el paso de nuestras vidas con una perpetua invocación a la muerte. “¡Quiero morirme!” es una de esas expresiones tan raras como frecuentes que puede utilizarse tanto para la manifestación del éxtasis como de la agonía. Da igual. Sus ojos se cerraron, el mundo sigue andando, y en los últimos tiempos, el síntoma y el vínculo se han intensificado hasta hacer de la Argentina una suerte de país fantasma que no deja de lanzar un grito sagrado y agitar rotas cadenas por los pasillos de una mansión en ruinas. “La desaparición de la Argentina” que predican los voceros internacionales va dando lugar a una Argentina Aparecida. El problema –como ocurre en El sexto sentido y Los otros– es que cada vez está menos claro en nuestra película dónde terminan los vivos y empiezan los muertos.
TRES Así, el Concepto Ultratumba –la región sin mapa de un Más Allá– se va superponiendo sobre este Más Acá con la liviana pesadez de una mortaja. Cortesía de Cavallo –si se lo piensa un poco muy parecido a ese espiritista de pacotilla llamado Criswell que solía acompañar los patéticos delirios de Ed Wood– el 2002 abrió nuevas posibilidades al asunto con la materialización ectoplasmática del Corralito como gran fantasma económico y el cajero automático como artefacto espiritista desde donde preguntarles a nuestros ahorros si están bien, si son felices, si van a volver algún día. El gobierno de Duhalde –que ya ni siquiera se atreve a invocar la presencia de antepasados tutelares y jefas espirituales de la nación– se nos presenta como aquel señor Valdemar de Poe & Corman & Price: suspendido entre la vida y la muerte, hipnotizado ante el desconcierto de su propia ineptitud e impotencia. Menem y De la Rúa funcionan como dickensianos espectros de Navidades pasadas. Y la vida continúa. Y la muerte sigue. Y caminan cada vez más juntas.
CUATRO El otro día en Buenos Aires, en una perfecta y dorada mañana de otoño de esas que sólo se consiguen por ahí –después del tostado y de los marcapasos– me encontré con un amigo al que hacía años que no veía. No, no era un amigo. Era un conocido. Pero la verdad que no lo reconocí hasta que me dijo, con cierta resignada desesperación, “Soy yo” “Soy yo”. Estaba claro que no era la primera vez que no lo reconocían, que le venía sucediendo seguido. Su rostro había abandonado toda intención de individualidad y se fundía con tantos otros rostros de desconocidos con los que me había cruzado en las calles de Buenos Aires y que acababan volviéndose familiares a partir de tantas señas comunes: los rasgos como retorcidos por una mano gigante, como en uno de esos cuadros de Francis Bacon, como en un film de zombies.
“¿Cómo estás?”, le pregunté a mi desconocido.
“Estoy muerto”, me respondió con una sonrisa amarilla.
Parecía sincero. Así que le creí y hablamos un rato sobre cosas sin importancia y después seguí caminando por las calles de un país que ahora –como tantos pueblos extinguidos de la antigüedad– busca en los muertos la solución a los problemas de los vivos.