CONTRATAPA

Titanes argentinos

 Por Luis Bruschtein

Mister Chile entraba al cuadrilátero y hacía bailar los pectorales y los bíceps como si tuvieran vida propia, faltaba que hablaran. Después, y antes de luchar, se sentaba a un piano de cola y tocaba la Para Elisa, que dicha de corrido y para los que no sabían nada de Beethoven, sonaba a toma grecorromana: “la paraliza”. Un astro. La “paraliza” que tocaba en el piano blanco de cola se relacionaba con los “dedos magnéticos” del Indio Comanche. Ningún otro luchador tenía los dedos magnéticos como este indio de Berazategui que hacía recordar al Toro del Enmascarado Solitario. Un misterio, porque todos envidiaban esta toma que no requería gran esfuerzo pero que paralizaba ipso facto con sólo apoyar los dedos en el cuello del adversario. El tipo quedaba duro como gallina hipnotizada.
En aquella televisión casi amateur, comparada con la actual, Titanes en el Ring aportaba su poderosa carga de fantasía, con reflejos fugaces de la realidad, como el Mercenario Joe, de los malos (“no te quiere ni tu padre ni tu madre” decía la canción), o Tenembaum el campeón israelí, de los buenos. El Mercenario entraba con una ametralladora y escupía al público, algo detestable. Pero Tenembaun, el campeón israelí, un hombre entrecano con un bigotito anchoa y una malla que parecía bombacha de vieja, se manejaba como un caballero.
Había buenos que no perdían nunca, como el Caballero Rojo, y malos que perdían siempre. El campeón israelí era de los buenos que a veces perdían y, por supuesto, uno de los clásicos era su pelea con Tufiq Memé (venía de su carpa en el desierto), un árabe barbudo que entraba envuelto en sábanas y rodeado de odaliscas.
Además de la televisión, los Titanes hacían presentaciones en los clubes de barrio, en los boxing o en las canchas de fútbol. Una vez estuvieron en la cancha de Deportivo Morón que recién había construido unas tribunas de cemento. Estaban llenas de pibes y también de gente adulta. Martín Karadagian, que era campeón del mundo, estaba entre los malos que ganaban siempre, pero la gente lo quería, a pesar de que era famoso por los golpes prohibidos. Buscaba el bajo vientre por puro placer, aunque estuviera ganando. Y cuando lo sometían con una Doble Nelson, lloraba y pedía perdón. A veces, cuando le pegaban mucho, perseguía de rodillas a su adversario por el cuadrilátero, con las manos unidas como rezando, pidiendo piedad. Y cuando el otro dudaba, Martín le daba un golpe de furca en el bajo vientre y después una patada en la cabeza o saltaba para caer con las rodillas sobre su espalda. Todos los chicos les han aplicado alguna vez el piquete de ojos a sus hermanitos. Era una toma que inventó Karadagian, que hizo estragos hasta que se inventó la contratoma que era poner la palma de la mano perpendicular entre los ojos.
Los buenos eran ovacionados y los malos abucheados, pero los que causaban fascinación eran los más o menos, personajes misteriosos como el Indio Comanche, o los que daban miedo, el mejor de todos era el luchador sordomudo, La Momia. La gente se moría por La Momia, que entraba con una música tétrica, todo enrollado con vendas y moviéndose como si tuviera una tortícolis generalizada. Al sordomudo no le entraban las balas, los golpes no le hacían mella, pero era tan torpe que de diez golpes que lanzaba, embocaba uno. Eso sí, con ese solo ganaba la pelea.
Estaba Ararat, el hombre montaña, que era un gordo impresionante con la espalda peluda y malla elástica de bailarín. Los golpes eran absorbidos por la masa de grasa compacta que apenas hacía pequeñas ondas con los impactos. No era muy ágil, pero el peligro era si te caía encima. Y después estaban los imposibles como Hans Aguila, el referí nazi, como debe ser, el hombre de la barra de hielo, que atravesaba las tribunas con una inmensa barra ídem sobre sus hombros, aun en pleno invierno, o la viuda, una señora de negro con velos oscuros que lloraba todo el tiempo en el ring side. Y también había otra señora que siempre iba con paraguas aunque no lloviera y agarraba a paraguazos a los luchadores que caían del ring.Todo absurdo, inexplicable, pero con una maravillosa lógica argentina del sinsentido.
Más de cuarenta años después uno todavía se pregunta qué hacían con la barra de hielo, por quién lloraba la viuda, de dónde salió la señora del paraguas, cómo se hace para tener dedos magnéticos o por qué lo bancaban a Hans Aguila que siempre bombeaba para los malos. Preguntas esenciales del ser argentino. Porque en última instancia los Titanes tuvieron mucho del ser nacional, una forma argentina del absurdo, una versión surrealista para ser reales. Y preguntas como éstas, uno se hace a montones en este país cuando piensa en la historia, la economía o la política.

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