Viernes, 25 de agosto de 2006 | Hoy
Por Sandra Russo
Dos días después de hacerme un aborto, fui a una reunión social en la que había una mujer que poco antes había perdido su embarazo de seis meses. Todos trataban de estar alegres y ocurrentes, pero al mismo tiempo de medirse, de guardar cierto recato. Y aunque esa mujer era muy fuerte y conversaba y sonreía, costaba mucho esfuerzo disipar la nube de angustia y sufrimiento que la envolvía. Me acerqué a ella en un momento, y a pesar de que no nos conocíamos mucho, me habló de lo que le había pasado. Me dijo que tenía la sensación de que todo era irreal. Me dijo que su cuerpo estaba en esa fiesta, pero que su alma estaba en otra parte. No sé por qué me lo dijo a mí, pero la escuché. Yo del aborto no le dije nada. ¿Qué iba a decirle? ¿Qué yo había decidido interrumpir un embarazo, justo a ella que no lo había decidido y lo había perdido? Era claro que esa mujer estaba sumergida en un duelo del que le costaría mucho salir.
Del duelo del aborto, en cambio, no se habla. Como no se habla del aborto, no se habla del duelo del aborto.
Déjenme decirles a los que creen que de este tema todavía tampoco se puede hablar, que una mujer, si llega a la instancia del aborto, llega acorralada y descentrada. Y llega sola. El momento que va desde saber que se está embarazada al momento en el que una abre las piernas en un lugar sórdido y rodeada por desconocidos es un trance emocional de los más duros, difícil de describir, un trance por el que pasan tantas mujeres y sobre el que sin embargo no hay una sola línea escrita. La soledad es completa.
En muchos casos, esa mujer viene de librar una batalla interna feroz. Porque una parte de ella está dispuesta al embarazo. Quizá no a la palabra embarazo, quizá ni siquiera a la idea, pero en el cuerpo de esa mujer, entre sus células y las de ese embrión, se está gestando también un vínculo. Hay tejidos que se comunican, y sangre que se mezcla, y hay millones de partículas biológicas enamorándose de ese nuevo ser, porque nuestro cuerpo está preparado para el amor, no para el rechazo.
No es necesario que un grupo de fanáticos nos diga que eso que late ahí está vivo. Ese es el desgarro, ésa es la pesadilla. Eso es lo que muchas mujeres que abortan sienten y no pueden hablar con nadie. Eso que late ahí está vivo y es en potencia lo que cada una de esas mujeres alucinan en noches de insomnio. No es necesario el recordatorio de los pro-vida. Vaya nombre. Pro-vida es nuestro cuerpo, que ama más allá de nosotras.
Y a medida que esa mujer comprende que no puede ser madre, porque psíquicamente no puede, porque eso pasa, porque así es la cosa, porque nada en ella logra constituirse en un impulso que la haga vencer adversidades, porque esa mujer es débil o porque tiene mucho miedo, no es que elija abortar: comprende que no le queda otro remedio. No hay muchos posibles peores momentos en la vida de una mujer. Se paga. Por el aborto no sólo se paga en consultorios clandestinos, también se paga un precio mucho más alto con el tiempo, gota a gota, en visiones, en inquietudes, en tristeza sin motivo aparente, en remordimiento.
Ninguna mujer aborta algo que al menos por un instante, en su conciencia, no haya sido su hijo. Y si se llega a hacerlo, si se llega a tomar esa decisión tan dura, es porque sencillamente no se puede seguir, no se tiene resto, no se tiene coraje, no se tiene deseo. Hay momentos en los que algunas cosas no podemos. Es así, ultramontanos: hay momentos en los que algunas cosas no podemos. Así nos hace la condición humana.
Hablar del aborto es necesario para poder decir algunas de estas cosas.
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