Sábado, 4 de noviembre de 2006 | Hoy
Por Osvaldo Bayer
Otra vez podemos decir que no todo es San Vicente en la Argentina. Otra alegría de los que no se rinden. En este caso, niños. De los más humildes y olvidados. Niños de nuestros pueblos originarios. Un libro. Allí dibujan y escriben niños de piel con el color de la tierra, ojos bien negros que interrogan. Niños chulupíes, tobas, wichís, guaraníes, chorotes, coyas. La mayoría de los argentinos no deben saber dónde viven estos argentinos. Los programas oficiales de enseñanza no se ocupaban de ellos, pero sí de alabar a los desaparecedores de la campaña del desierto y del Chaco. Monumentos, calles, avenidas, nombres de ciudades, billetes de cien pesos. Para quienes vieron nacer las pampas, el ombú, las cordilleras, los lagos, el surubí, el ñandú, el guanaco, la mara, a esos nada más que el remington, la esclavitud, el aislamiento, empujados hacia la nada.
Por eso, de pronto el Ministerio de Educación ha resuelto publicar el libro Te contamos de nosotros, narraciones de niños aborígenes con sus propios dibujos. Un libro de arte, bello y profundo, donde queda demostrado lo que ya había señalado el sabio alemán Alexander von Humboldt, que quedó maravillado del “realismo mágico” que poseían los aborígenes de este nuevo continente. Decía Humboldt, en aquellos años de 1800, que mientras los españoles se reunían para hablar de sus nuevas propiedades “descubiertas”, los habitantes autóctonos se reunían para relatar maravillosas leyendas. Nada ha cambiado.
Ahora, aquí están: Te contamos de nosotros, que se repartirá en todos los institutos de enseñanza. En dibujos en los cuales parecería haberse inspirado Picasso, pero con sabor a la leyenda de cómo los animales y las plantas vinieron al mundo, tal vez pegando un salto desde las nubes o cavando un pozo desde el centro de la tierra o lanzándose en forma de semilla desde el cielo a mapas verdes.
Desde la tapa nos miran esos ojos de niño, bellos, llenos de la luz de la oscuridad y el tiempo. ¿Cuántos siglos hacen que nos miran desde el silencio, desde la protesta callada pero eterna?
Chaguar, una organización de derechos humanos, fue la que organizó el libro reuniendo las decenas y decenas de ilustraciones y relatos infantiles. Fueron el fino poeta Agustín Fernández y la docente Soledad Romero. Y esa primera edición fue financiada por el país y pueblo de Dinamarca y la fundación Alianza Save the Children. Que más allá de nuestras fronteras den dinero para que nuestros niños aborígenes puedan relatar sus ideas y sentires nos avergonzaría si no fuera que esta segunda edición ya la ha tomado nuestro Ministerio de Educación.
Y abrimos las páginas y allí están las leyendas, los peces, los ritos, los animales del bosque y los seres humanos. Abrimos al azar el libro y vemos dibujados dos niños que ascienden al cielo. Los ha dibujado un pequeño guaraní de la comunidad Piquerenda. Y relata la “Leyenda del maíz y las estrellas”: “Dice que hace muchos años vivía un matrimonio con siete hijos, cinco niñas y dos varones. Estos chicos jugaban hasta la medianoche, los padres los llamaban porque ya era tarde y ellos no los escuchaban. Una noche los padres cerraron la puerta de ellos, y como no podían entrar, se volvieron a jugar al patio. En el momento en que estaban jugando de repente escucharon como un trueno: ¡bum, bum, bum! En ese momento estaba bajando el Dios Ñandú del cielo para llevarse a los niños. Y los niños lo mismo seguían jugando, gritando, no le daban importancia al ruido del trueno. El Dios Ñandú despacio levantaba a los niños. Los padres escucharon el trueno, salieron corriendo para llevar a los hijos adentro de la casa pero se han dado con que el Dios Ñandú se los estaba llevando para arriba. Los padres los intentaban bajar y no los alcanzaban totalmente, apenas pudieron agarrar los deditos chiquitos que se los arrancaron de sus pies. El Dios Ñandú se llevó a sus hijos para el cielo. Los padres enterraron los deditos de sus hijos y todos los días les extrañaban e iban donde enterraron los deditos de sus hijos a llorar y sus lágrimas caían sobre la sepultura de los deditos. De tanto que iban a llorar un día vieron que donde habían enterrado los deditos, habían nacido plantitas de maíz. Por eso dicen que los deditos se han hecho maíz y los niños allá en el cielo son estrellas”.
Un chorote de diez años dibuja y escribe: “Nuestra vida es el río. ¡Cómo me gusta disfrutar de él! Al atardecer todo se vuelve anaranjado como si hubiera un gran incendio... y la noche es hermosa cuando la Luna se refleja en el agua y nada junto a los peces”. La niña chorote Adelmira escribe: “Nuestras mamás hacen bollos muy ricos, tejen yicas con hilo de cháguar y lana, lavan la ropa, buscan leña, barren el patio y cocinan. Cuidan las gallinas, los patos, los chanchos y a la tarde mateamos juntos”. La chorote Leoncia, de nueve años, cuenta sus juegos: “Los chicos cuando se van a bañar al río buscan una lata o una botella. Uno entra al fondo del río, agarra arena linda y brillosa y se la da a los compañeros que van a construir las casitas de arena. Primero las niñas buscan la arena, la ponen en un tarro, traen agua y la mojan y después marcan un cuadradito o una redondela. Agarran un puñadito y derraman cada gotita de arena con agua. Primero hacen las paredes y después los techos y cuando terminan ponen palitos y la tapan a la casita. Hacen unos adornitos como ser árboles, fuegos y a todo lo que quieren hacer”.
O la descripción de Tokfwaj, un héroe de la cultura wichí, que nos relata un niño de esa cultura: “Resulta que antes el yuchán tenía toda el agua del mundo en su panza y allí se podía pescar. El tenía adentro muchos peces y los antiguos pescaban allí. Tokfwaj les dijo a los hombres que sacaran lo que iban a comer y nada más. Pero un hombre no hizo caso y Tokfwaj se enojó y desde allí el agua del Yuchán comenzó a salirse y no paraba más. Entonces el hombre empezó a correr y correr y el agua lo seguía y así se formaron todos los ríos que existen”.
Y así todo un paseo por esas culturas milenarias de imágenes y sueños. Cuando el zorro pidió comer miel. El quirquincho, la chuña y la hormiga. Todos son personajes, hablan y reproducen las fantasías del ensueño. Eduardo Galeano dice sobre este libro: “Las culturas indígenas se dan a conocer. Sus niños se encargan de la tarea. Saben decir: aquí vivimos, así somos. Los argentinos más antiguos se expresan por las bocas y las manos de sus hijos más nuevos. Linda manera de decirse. Mejor manera, no hay”; sí, en momentos en que por fin se esclarece la matanza de los pilagás por la gendarmería nacional, más de 500 muertos en 1947. Nunca se hizo ninguna investigación. De ese crimen no se habló, ni el gobierno respectivo hizo alguna vez su autocrítica. Ahora, los bisnietos de esos asesinados responden con estos maravillosos dibujos y sus leyendas.
Mejor manera no hay: que el Ministerio de Educación reparta este libro en todas las escuelas para que los otros argentinos, los que descendimos de los barcos, aprendamos y hagamos justicia y conozcamos a los otros argentinos de la tierra a los que siempre ignoramos.
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