Miércoles, 8 de noviembre de 2006 | Hoy
Por Juan Sasturain
Cuando cumplí sesenta años, mi mujer –que me quiere y me conoce– me regaló un metegol. No es de los comerciales, con las fichas y el tirón que libera las siete pelotitas encajonadas, pero es como si lo fuera. Porque es pesado, con la estructura y los jugadores de hierro fundido; tiene el olor propio –la madera, la grasa de los fierros, las pelotitas de plástico duro paulatinamente machucadas– y sobre todo porque los goles hacen el ruido glorioso, inconfundible. Lo dicho: ella me ama.
El metegol está en el medio del living, ha desplazado algunos muebles más decorativos pero menos funcionales y es escala habitual de las visitas adolescentes y de veteranos más o menos avezados. Metegol al paso, digamos. Pero por supuesto que para reuniones colectivas se arman ocasionales torneos relámpago con escueto reglamento que prohíbe el molinete y los desplazamientos bruscos de la mesa, hay gritos y desafíos, diestros y chambones, como siempre. El efecto cuasi hipnótico de la mesa que remeda el fútbol a escala sigue siendo el mismo desde que me acuerdo. Incluso es mayor ahora, cuando el estado actual de la guerra de los sexos ha elegido el territorio futbolero como zona de complicidad, no de conflicto. Las chicas hoy juegan con naturalidad al metegol junto a los varones.
Sin embargo, de la antigua ceremonia del juego me parece –y sin ponerme en nostálgico veterano– que sólo persisten los aparatosos rituales, el sonido y la furia. En general, la sensación es que el metegol, pese a su vigorosa práctica ocasional y generalizada, ha perdido lo que tenía de saber específico. Ha dejado de ser –como la clínica médica, la taquigrafía, el tango o el crochet– una disciplina rigurosa cuyo ejercicio requería una destreza y dedicación para la que nadie hoy parece dispuesto a dedicar las horas de práctica necesarias. Es simplemente un entretenimiento, casi un pretexto. No siempre ha sido sólo eso y simplemente así.
El metegol, junto al billar, ocupaba en décadas pasadas un lugar específico y no sé si envidiable del que hoy lo han desplazado los juegos electrónicos. La popularidad de ambos –aunque el paño verde venía de antes, largamente– era resultado del fecundo ocio preadolescente, ese momento único en la vida en que hubo y hay tiempo y aptitud de sobra para rellenar las horas con –y sólo con– el cultivo de destrezas sin otra finalidad que su propia esgrima. El fútbol y el baile, actividades sociales, comparten ese mismo inicial y saludable caldo de cultivo o “conditio sine qua non” para su desarrollo: el alpedismo.
Sería un error confundir el alpedismo adolescente con la disponibilidad abierta del niño o con el tiempo vacío o sobrante del jubilado. El niño tiene tiempo, casi es todo lo que tiene, y cuando juega no hace sino lo único que puede, sabe y debe hacer (vive plenamente en el tiempo): jugar es concentrarse. En el otro extremo y a las cansadas, el jubilado –con las bochas o el dominó– llena el vacío que le dejó la imposibilidad de trabajar, utiliza los retazos sobrantes de una tela que ya cortó (es decir, mata el tiempo), busca distraerse al jugar.
Es diferente lo que experimenta el niño crecido, el preadolescente, el pendejo en suma: a caballo entre la inconciencia infantil y la supuesta responsabilidad adulta, se resiste, quiere seguir jugando sin culpa pero ya no puede: sabe de qué se trata. Entonces desvía, posterga, roba el tiempo (no lo “pierde”, como suele decirse con ligereza: ojalá se pudiera), ese capital temporal que se supone por mandato social debería utilizar en menesteres más productivos: estudiar y/o trabajar. En cambio, no “hace nada”. Es decir: boludea. El boludeo es el tipo de actividad genuina que cubre los espacios abiertos por el alpedismo. Y el metegol fue desde siempre –hoy lo es menos, desplazado– una forma ejemplar, prototípica del boludeo adolescente de clase media. Más aún, de clase media urbana.
No es difícil deducir por qué. En principio se puede verificar empíricamente que ningún gran jugador de metegol fue buen jugador de fútbol ni buen estudiante. Ni tuvo novia adolescente. Tanto el fútbol como el estudio –la obligación y el placer– tenían su momento y su tiempo propio. Y con la novia, igual: se fichaba. El metegol, no: estaba antes o después del fútbol y del colegio, en las transiciones. Aquel que se perfeccionó es porque las horas que le dedicó a esa disciplina se las sacó al fútbol (gordos sobrantes, pataduras, negados en general) o al estudio (atorrantes consuetudinarios). Así, en la clase media a la que pertenezco, la única manera de tener tiempo libre suficiente no para jugar sino para graduarse en metegol era hacerse la rata, poner el pulóver en el hueco del arco y jugar mano a mano durante horas... Era fija: uno no se rateaba para ir a jugar al metegol sino que se rateaba para zafar y después qué otra cosa hacer sino boludear, ocupar ese tiempo vacío, desviado de la norma: ir al bar y jugar al metegol.
Mientras viví en pueblos chicos, con sólo tres o cuatro metegoles disponibles y mayor control social, los mejores jugadores de metegol que vi y padecí fueron el rengo Picabea y el extremado gordo Maidana. El rengo no iba al colegio ni jugaba obviamente al fútbol, y Maidana teóricamente sí a las dos, pero poco. En la práctica, estaban todo el día en Los Vascos, el bar del viejo de Picabea, dale que te dale con los fierros.
Después, en Mar del Plata, entre mis diez y mis quince años, nunca he visto mejores jugadores que los que la rompían en El Viejo Lombardero, un bar y heladería de salón inmenso frente a la playa La Perla, con más de media docena de mesas de metegol enfiladas como un trencito. Abierto todo el año, era el aguantadero habitual de bandadas de fugados de la disciplina escolar. Ahí, en atardeceres de invierno, vi hacer cosas que nunca antes ni después. Había un flaquito narigón de anteojos culo de botella y toda la pinta de un loser al que le decían previsiblemente Frondizi, que te daba la ventaja de hacer sus goles con un solo jugador: el centrodelantero. Desde donde la tuviera, la hacía llegar hasta el delantero central y ahí la pisaba interminablemente hasta que metía la media vuelta para un lado o para el otro a una velocidad de rayo. Sabías que lo iba a hacer –como con los desbordes de Garrincha–, pero no sabías cuándo, y con eso bastaba para que te abrochara.
A veces me pregunto qué habrá hecho aquel flaquito Frondizi no con su vida sino con ese saber, esa destreza extraordinaria que le permitía ser el soberano reinante de un territorio inaccesible al reconocimiento externo, campeón secreto de una disciplina sin rango ni futuro. Los precarios saberes fruto del boludeo juvenil tienen eso de admirable: la pureza absoluta de los desinteresados, gestos inútiles, manganetas fugaces, pases de magia para engañar o al menos distraer al tiempo.
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