Miércoles, 8 de noviembre de 2006 | Hoy
EL MUNDO › OPINION
Por Gabriel Puricelli*
La vuelta del FSLN al gobierno en Nicaragua representa un tributo a la persistencia de un candidato que no cejó en sus ambiciones de poder ni aun después de tres derrotas consecutivas. También la realización del destino fatal que le esperaba a una derecha dividida, en un momento en el que el gran elector estadounidense en el que algunos cifraban sus esperanzas no logra imponer su voluntad ni siquiera en el Irak ocupado. Este retorno contraría sin dudas al sector de la administración Bush, que pretende dibujar un antojadizo “eje del mal” en una América latina donde ya no imperan las fronteras ideológicas de la Guerra Fría y donde tampoco las líneas de falla se corresponden con las de la guerra contra el terrorismo, tal como se ve desde el estado mayor de Washington. Por el contrario, sobre el fondo de una tendencia continental que está lejos de constituir una “ola” homogénea, los sistemas políticos de cada país latinoamericano se reconfiguran de acuerdo con patrones eminentemente endógenos, lo cual, en el caso nicaragüense, es un hecho particularmente marcado.
Los medios de comunicación internacionales han optado por una “explicación” de la victoria de Daniel Ortega que exagera la influencia de Hugo Chávez en el proceso electoral, a la vez que ignora la contundencia del “hecho sandinista” en la política nicaragüense. Si se tiene en cuenta este dato, no debería sorprender que Ortega sea electo por segunda vez presidente en 2006 con el mismo porcentaje de votos con el que debió ceder la jefatura de Estado en 1990 ante Violeta Chamorro. Porcentaje que repitió con mínima variación en 1996 y que sólo superó en 2001 (la oportunidad en que más cerca estuvo del retorno), en coalición con el Movimiento Renovador Sandinista (MRS): en esa ocasión alcanzó el 46 por ciento, lo que equivale exactamente a la suma FSLN-MRS en las elecciones del último domingo. La derecha, por su parte, salvo en la irrepetible elección de 1990 –con un FSLN doblegado por el costo humano y económico de la agresión externa–, en cada elección ha alcanzado el mismo 53 por ciento que ahora sumaron las candidaturas paralelas de Eduardo Montealegre y de José Rizo.
En definitiva, se puede prescindir casi por completo de la injerencia abierta del embajador de los EE.UU. en Managua y del petropoder de Caracas para entender por qué los nicaragüenses le han dado una nueva chance a uno de los comandantes que encabezó la victoria popular sobre el somocismo. Una vez pasada la euforia lógica por este nuevo triunfo, tal vez el propio FSLN deba interrogarse acerca de si éste valió el precio de llevar a un veterano de la “contra” como candidato a vicepresidente y la adopción de la agenda antiabortista. Las reformas sociales y el desarrollo integral del segundo país más pobre del hemisferio son tareas que la Revolución de 1979 puso en el orden del día y que Ortega deberá retomar si quiere validar históricamente su hoy victoriosa tozudez.
* Coordinador del Programa Política Internacional del Laboratorio de Políticas Públicas.
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