Miércoles, 20 de diciembre de 2006 | Hoy
Por Sandra Russo
Hablamos un idioma y nos comunicamos a través de él. A través de un idioma es que estoy escribiendo e intentando comunicarme. Es decir: debo confiar en ese idioma y en mi manera de manejarlo, de usarlo al escribir. No me sirve de nada volcar aquí un par de reflexiones si del otro lado nadie va a entender, o a sentir, o a pensar. Pero la lengua tiende sus trampas y muchas de ellas, infinidad de ellas, nos pasan inadvertidas tanto para los que escribimos como para los que leemos. San Barthes lo explica muy bien, traducción mediante, incluso, cuando dice que “la lengua es fascista” y que “se define menos por lo que permite decir que por lo que obliga a decir”.
La lengua nos obliga a decir. Bien. Las palabras no vienen solas, sino cargadas de guirnaldas, olores, lanzas, truenos, vacíos, despertadores, somníferos. Es desde esa perspectiva que ha reaparecido entre nosotros la palabra desaparecido.
Voy a tomarle prestada una idea que Marcelo Figueras escribió en su blog. Uno de los efectos más visibles y personalmente verificables de la desaparición de Jorge Julio López es no sólo la reaparición de esa palabra que llega cargada, ella específicamente, de tormento, escalofríos y amenazas, sino la reconstrucción de cómo esa palabra se constituye, la locura y la confusión que implica. Lo que advirtió Figueras es que este caso, el caso López, recrea la figura de la desaparición en todo su poder siniestro, y parte de esa recreación-repetición fue la actitud inicial de su familia, atribuyendo la ausencia de López a un problema de estrés o vejez.
En esa duda, en esa vacilación primera es que la figura de la desaparición hace pie para iniciar su recorrido enloquecedor. Como sin pasado, como sin experiencia, como sin antecedentes, incluso en las circunstancias ardientes en las que se produjo esa desaparición, la desaparición es algo tan contra natura, tan demencial, que fue una palabra esquivada, casi meditada antes de sentirse, sentirnos listos para pronunciarla.
Desde que llegó la democracia, la palabra desaparecido estaba tan cargada de dictadura que prácticamente se limitó su uso para aludir a las desapariciones políticas. La gente perdida (los que se fugan, los que se pierden) no eran desaparecidos: la lengua obligaba a decir, junto con la palabra desaparecido, desaparecedor.
Fue recién con el lento paso de los años y con el lento avance de la Justicia que fue posible la recuperación de esa palabra para designar desapariciones sin desaparecedores. Pero el caso López interrumpe ese proceso abruptamente. Nos reenvía colectivamente al espanto de saber que hay todavía personas dispuestas a secuestrar a alguien y borrar rastros, personas aparentemente mucho mejor entrenadas para esto que cualquier secuestrador extorsivo, que consiguen tragarse a alguien, eliminar sus huellas, atormentarlo o asesinarlo de modos tan sanguinarios y amorales como nunca se le ocurriría a ningún secuestrador extorsivo.
La puesta en escena de esa desaparición (justo antes de la condena a cadena perpetua a Miguel Angel Etchecolatz) tiene el brillo soez de las operaciones muy planificadas. Y la palabra desaparecido, que reapareció junto con la aparición, en ese mismo juicio, de la palabra genocidio, trepa por nuestros cerebros y baja hasta nuestros estómagos, atravesando la gruesa capa de defensas que le oponemos.
Nuevamente se produce una operación de sentido en la lengua que compartimos entre todos. Los perdidos vuelven a ser perdidos.
Desaparecido, está Jorge Julio López.
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