Miércoles, 31 de octubre de 2007 | Hoy
Por J. M. Pasquini Durán
Con motivo del trigésimo aniversario de la entidad, entre otras actividades, Abuelas de Plaza de Mayo realizó un acto en el teatro ND/Ateneo. Allí se exhibió un video con algunas de las fotografías que integran un volumen recordatorio y fue leído el prólogo del mismo. El texto, redactado por el columnista de este diario, es el siguiente:
Hay fotografías en este libro que podrían pertenecer a cualquier álbum de familia: sin héroes ni bandidos, sólo gente del pueblo, jóvenes de ambos sexos en su mayoría, cuya única distinción era la categoría de sus sueños. Otras, en cambio, deberían mostrarse en algún museo del terror para que reciban el debido repudio de las sucesivas generaciones. La colección de imágenes tan distintas, aparte del mérito de sus autores, intenta evocar a los protagonistas de sucesos que chocaron en una encrucijada de la historia nacional reciente, dando lugar a la emergencia de abuelas de treinta años. La tragedia, por supuesto, sorprendió a la mayoría de estas mujeres en condición de madres acongojadas por la sorpresa y, por un tiempo, dispuestas a pensar que la crueldad tendría límites, que el fruto de sus vientres, como manda la vida, volverían para estar a su lado hasta el final de sus propios días. Descubrieron, en cambio, la terrible categoría de detenido-desaparecido, esa situación de inasible que adquiere el secuestrado por el terrorismo de Estado. Peor aún, si cabe: de a poco o de golpe a cada una le fue revelado que el manotazo diabólico se apropió además de sus nietos, ya nacidos o paridos sobre el piso de la prisión clandestina. Con suprema arrogancia, los desalmados verdugos decidieron arrancar esos flamantes gajos del tronco familiar para injertarlos en otros hogares y con las identidades cambiadas. Los convirtieron en parte del “derecho al botín”, por el que dispusieron de vidas y bienes ajenos, muchas veces motivados sólo por la codicia, la envidia o el rencor, aunque cobijaran esas mezquindades con retóricas “patrióticas” o “antisubversivas”. Tal vez con intención de equilibrio compensatorio por esos actos de infamia, la historia parió, hace tres décadas, a las Abuelas de Plaza de Mayo, demandantes de cinco centenares de nietas y nietos, casi todos presentidos, nunca disfrutados, siempre amados.
Amas de casa, por lo general apolíticas cuando aún el terror no había golpeado a sus puertas, escuchaban, a veces suponían, los sueños de sus jóvenes retoños, tan florecidos de nobles ideales. Querían cosas simples, pero enormes: una vida mejor para todos, en especial para los humildes y desamparados, justicia y libertad en comunidades solidarias. Aunque apostaban la vida a sus convicciones, pese a que no todos caminaron por el atajo de la insurgencia armada, el ímpetu de la sangre joven pudo combinar la seriedad del compromiso con la música, las fiestas, las risas y, claro está, las tempranas pasiones amorosas. Eso explica por qué los hijos tienen hoy más años, alrededor de treinta, que los que tenían los padres al momento de su detención. ¿No era irresponsable que procrearan cuando sus propias vidas estaban en riesgo? En todo caso, era extrema confianza en la victoria, era la creencia profunda en otro mundo y en otra vida posibles para las siguientes generaciones. Al fin y al cabo, la década de los años ’60 había acumulado gloriosas insubordinaciones: el Cordobazo, la Revolución Cubana, el Mayo Francés, el sonido inédito de Los Beatles, para citar sólo algunas entre muchas. Al comienzo, los ’70 pintaban con colores nuevos: en Chile, por primera vez, había un presidente socialista por la voluntad de las urnas, y aquí, en Argentina, terminaban dieciocho años de proscripción del mayor movimiento popular que había conocido el país en la segunda mitad del siglo XX y regresaba su fundador del exilio, excitando a propios y extraños. Al influjo de ese tiempo, ninguna pasión era extravagante y las rebeldías, también las más extremas, adquirían sentido. Para criticar el pasado, primero hay que entenderlo.
Les tomó años a las Abuelas descifrar los acertijos de la política y comprender el alcance de los sueños desaparecidos. Vinieron a su encuentro como pensamientos laterales, puesto que en el centro de su voluntad y de su inteligencia se hacía cada vez más fuerte la voluntad de búsqueda de los amores arrebatados. Aparte del vigor de sus sentimientos, la realidad comenzó a ceder ante semejante tenacidad: en 1980 alcanzaron a las dos primeras nietas y a la fecha, mejor dicho al escribir estas líneas, casi llegan a noventa, ochenta y ocho con exactitud, el número de recuperaciones. Logros de inmensas dimensiones, ya que empezaron en la noche y la niebla, si no fuera que hay cuatro centenares más de historias sin terminar. Aparte de la política, estas venerables y tozudas mujeres también se obligaron a penetrar los secretos de las ciencias genéticas y del derecho nacional e internacional. A su influjo surgió el Banco Nacional de Datos Genéticos, donde hoy cualquiera puede resolver las dudas sobre sus orígenes, quedaron establecido el Derecho a la Identidad en la Convención Internacional del Niño aprobada por Naciones Unidas y formada la Comisión Nacional por el Derecho a la Identidad. En estos días están inaugurando una biblioteca, videoteca y hemeroteca para alumnos de posgrado y otras iniciativas en beneficio de la sociedad toda.
Es imposible resumir la obra de estas madres-abuelas, tanta es su pertinacia y acumulación, pero menos se puede medir la densidad de su influencia social y cultural que desde hace años incluso trascendió las fronteras nacionales. Durante los treinta años fueron parte del movimiento en defensa de los derechos humanos, por la verdad y la justicia, con el coraje cívico que demandan esas tareas, pero el inconmensurable amor por las víctimas y la voluntad de imponer castigo al terrorismo de los años pasados combinó con la búsqueda de vida entre los escombros de esos años de plomo. Ser abuelas duplica la maternidad, pero desde su aparición se propusieron dar a luz a nietas y nietos, concebidos en el vientre original de sus hijas, escamoteados por la maldad de quienes creyeron que eran dioses paganos que podían repartir a su arbitrio la vida y la muerte. Rescatar la vida es un mensaje tan potente que no hay disciplina artística, desde la opera al rock, desde el teatro y el cine a la telenovela, desde la fotografía a la literatura, que haya podido pasar indiferente, todas las contienen y las proyectan. Lo mismo sucede con las ciencias sociales y políticas que las eligieron como centro de ensayos y estudios. Son, también hay que decirlo, modelo y espejo donde se miran otros pueblos que sufrieron también la violación sin misericordia de los más elementales derechos humanos. Con seguridad, cada uno de estos datos debe llenarlas de orgullo, pero no tanto por cuestiones de mundanidad personal sino porque son caminos todos que aceleran y dispersan el llamado urgente a destinatarios que necesitan reconocer. De todos los orgullos merecidos, el primer lugar lo ocupan las ochenta y ocho alegrías de recuperación de identidad. Luego, su infatigable pelea contra la impunidad: el secuestro de niños y recién nacidos es uno de los delitos que no pudieron sortear ninguno de los intentos que se hicieron desde gobiernos elegidos en las urnas para imponer el olvido sobre el pasado con el argumento de una reconciliación imposible sin verdad ni justicia. Por la misma causa, Jorge Rafael Videla y Emilio Eduardo Massera, igual que otros de la misma catadura, regresaron a prisión. Todo eso fue logrado con la ley como ariete, sin revancha por mano propia, soportando los golpes del infortunio, las claudicaciones en democracia, el dogmatismo ocasional de compañeros de camino, el aislamiento de pasajeros exitismos reconciliatorios o la indiferencia de los que siempre miraron hacia otro lado, pero con inclaudicable confianza en la gota de agua que horada la piedra.
A esta altura, ¿no sería mejor dejar que hombres y mujeres de más o menos treinta años de vida permanezcan ignorantes de su pasado? ¿Confrontar la verdad ignorada, reivindica o destruye? Para ninguna de estas preguntas hay respuestas únicas, pero sí hay enseñanzas de la experiencia. No hay parto sin dolor y recuperar la verdadera identidad es como volver a nacer, con los dolores de la madre y del bebé al mismo tiempo en la misma persona. A la vez, ese sufrimiento forja la vida, pero en estos casos sin la ingenuidad del recién nacido. Son adultos que han desarrollado sentimientos por sus apropiadores, algunos hasta se los han ganado de buena fe, que han madurado en culturas familiares que a lo mejor son opuestas o extrañas a las de sus casas biológicas, que una vez enfrentados a la identidad verdadera quedan en suspenso por tiempo indeterminado, sin ser de aquí ni ser de allá. Las abuelas-madres no hubieran podido contener tanto impaciente amor si no fueran capaces de entender, uno por uno, los pliegues y repliegues de la condición humana. Por eso, a cada reencuentro le dieron cauce propio para reconciliar en el alma de los inocentes sus tiempos pasado, presente y futuro. Las Abuelas de la Plaza saben que su propio tiempo se escapa como granos de fina arena entre los dedos, pero a esta altura, después de treinta años, construyeron un legado tan firme que se prolongará más allá de las peripecias individuales. Han enseñado a todos los que quisieron aprender la acción de aguardar, el aguardamiento, esa sabia mezcla de esperanza, de lucha, de fe en las propias fuerzas y de firme convicción que al final del camino alguien las espera, sabiéndolo o no, desde hace tres décadas. Ese aguardamiento acuna la dulce y férrea decisión de alumbrar vidas.
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