Miércoles, 31 de octubre de 2007 | Hoy
Por Maria Pia Lopez *
Muchos desconfían de las elecciones y cultivan el voto a desgano o la prudente abstención. Alguien, hace ya mucho tiempo, las llamó trampa para tontos. La distancia a veces abrupta entre lo que se dice en el momento anterior –en el que se apela a la tentación o a la conciencia del votante– y el del práctico ejercicio del gobierno, no hace demasiado para restañar esa desconfianza, ni para menguar la atribución de tontería. La clase política argentina parece haber encarado la tarea de achicar esa distancia no por la vía de una efectiva restitución de las capacidades transformadoras de la gestión pública sino por la atenuación de los discursos. De hecho, el gobierno saliente ha deparado la sorpresa de hacer más de lo que estaba inscripto en sus palabras iniciales, que nunca cultivó en demasía. Tensó el mundo de los símbolos, es cierto, anteponiéndolo a veces a la efectiva realización: lo hizo en temas sensibles y muy relevantes como el de la recuperación del patrimonio público, la restitución de un sistema de transportes ferroviarios, o el control de los recursos energéticos. Puso, en esos planos, imágenes que no tuvieron correlación material en las políticas realizadas. En otros aspectos, los actos fueron más allá de su enunciación: la modificación de la Corte Suprema, los juicios a implicados en los crímenes de la dictadura, el trato no represivo de la movilización social.
Tuvo a su favor, para el balance del electorado, la inexistencia de promesas previas, la coyuntura económica y una sensibilidad social más propensa a un orden confortable que al conflicto generalizado. Eso parecían saber, el domingo, la presidenta electa y el triunfante candidato a gobernador de la provincia de Buenos Aires. Ella habló –como tantas otras veces– con el saber de la amplificación que suponen los medios de comunicación, no tanto para los festejantes presentes como para una opinión pública que se constituye por operaciones y opiniones mediáticas. Habló no para la parte que la votó sino para aquellos que reclaman un nuevo gobierno capaz de expandir sus diálogos con el resto de la clase política y con las usinas periodísticas. Precisamente, una candidata objetada por su desdén a la comparecencia mediática, cultivó durante la campaña –y en el día del triunfo– una oratoria que los tuvo como destinatarios principales. Así, el llamado a la concertación y las galas del pluralismo se agitaron como bastiones del momento de triunfo. Y claro, se dirá, que será presidenta de todos los argentinos (y argentinas, como gusta decir) y no sólo de la parcialidad de sus votantes. Pero vale recordar la escisión y el valor que los hiatos tienen en la política: la diferencia entre provincias y barrios, la relación entre clase social y decisión de voto que parece atisbarse en los distintos conteos electorales. Dar cuenta de esa diferencia no es menos necesario que constituir espacios políticos en los que se reponga la discusión pluralista de ideas. La enormidad del daño social que se reproduce cotidianamente en la Argentina –por la exclusión, pero también por formas de explotación del trabajo– requiere políticas singulares y apropiadas, capaces de erigir nuevos derechos. Si las clases populares, los barrios más pobres, las provincias más despojadas votaron a la candidata triunfante, esa diferencia no debería ser opacada por un llamado a una generalidad abstracta. Por el contrario, es necesario escuchar ese voto en su particularidad.
El discurso de la candidata electa, en el que sí se reconocieron otras partes –y en especial, la de la pertenencia al género femenino–, se privó de enlazarse con una legitimidad popular. Con demasiados riesgos. No es lo mismo hablar para La Nación que para la Nación. Menos aún si pensamos la Nación como la promesa de una igualdad que lejos está de ser realizada y que ni siquiera es tematizada.
Ese reconocimiento está ausente por completo en el discurso del gobernador electo de la mayor provincia del país, que eligió la vacuidad optimista y el obvio rintintín de la seguridad para festejar el idilio electoral. El reciente acuerdo para buscar soluciones metropolitanas sienta a la mesa chica, al mismo tiempo, a gobernantes de distinto signo partidario y a un único y homogéneo discurso político. Allí donde las viejas lenguas ideológicas se veían solicitadas al conflicto, este discurso coloca la enunciación difusa y supuestamente general; y allí donde esas lenguas entonaban sus disidencias, éste se resuelve en la lisura de la gestión técnica.
En un contexto de festejo y adhesión política a las formas más despolitizadas del lenguaje y de la práctica, en el momento de triunfo electoral de esas fórmulas y de reclamo mediático hacia su extensión y difusión –son las buenas maneras de la vida pública–, sólo queda recordar que el conflicto, la parcialidad, la diferencia son motores de políticas que se pretenden asociadas al cambio.
* Ensayista, docente de la Facultad de Ciencias Sociales (UBA).
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