Jueves, 27 de diciembre de 2007 | Hoy
Por Adrián Paenza
Hace casi 20 años, el 3 de febrero de 1988, Carlos Ulanovsky me pidió que escribiera un artículo para el diario Clarín que le diera “relevancia” a la matemática. Lo escribí y él lo publicó en las dos páginas centrales del diario. El título que él eligió fue: “En defensa de las matemáticas”. El texto original –que aún conservo– empezaba así:
–Matemática... ¿estás ahí?
–No, me estoy poniendo las preguntas.
Lea algunos párrafos de esa nota, y después la/lo invito a que hagamos una reflexión sobre lo que pasó en todo este tiempo.
“Están sentadas hace años esperando que alguien las atienda. Aburridas ante tanta indiferencia decidieron reformularse: ¿Por qué los chicos odian la matemática? ¿Por qué se van siempre a examen? ¿Por qué les cuesta tanto? ¿Por qué hay tanto misterio con la matemática? ¿Por qué no se entiende?
Las respuestas que tienen mayor rating: a) los pibes no razonan; b) no estudian; c) no prestan atención; d) estudian de memoria.
Además subyacen estos argumentos, sostenidos por los padres o los mayores: es aburrida, no se entiende, es pesada...., y después de todo, ¿para qué le sirvió a uno en la vida saber que los ángulos opuestos por el vértice son iguales?
Otro enfoque del problema es recordar estas definiciones: ‘Es un bocho. En matemática la rompe’. ‘Al pibe, el fútbol no le interesa y muchos amigos no tiene, pero me quedo tranquilo porque me sacó un diez en matemática’. ‘El nene es medio distraído, desatento pero la geometría parece que se hubiera hecho para él.’ ‘Se ratearon la segunda y la tercera pero es comprensible: a la vieja de matemática no se la banca nadie.’
La situación adquiere otra magnitud, a poco que uno advierta que hoy es impensable hacer un puente, lanzar un satélite, sacar un electrocardiograma, construir un edificio, fabricar un televisor, programar una red de semáforos o diseñar un auto sin la ayuda directa de la matemática.
Desde otro lugar, pueden escucharse estas sentencias:
a) si resulta árida, es porque quien la explica no la entiende.
b) si resulta pesada, es porque quien la enseña no la disfruta.
c) si resulta aburrida, es porque quien la divulga no sabe para qué se usa.
La matemática entonces parece resistir la siguiente comparación: se presenta como una mujer apetecida, idealizada, inabordable; el que la posee tiene garantizada patente de inteligente –lo que no es poco en esta sociedad– y una suerte de inmunidad intelectual.
¿No será que está mal enseñada? ¿No será que el problema es de los docentes? ¿No será más fácil culpar a los chicos que a los profesores? ¿O a la matemática misma? ¿No será que quienes la tienen que vender no saben cómo? ¿No serán los programas desactualizados y poco motivadores? ¿No seremos los grandes –y no los pibes– los responsables?
Las teorías que genera la matemática son útiles no sólo para proveer herramientas que resuelvan problemas de la vida cotidiana, sino que ayudan a pensar en forma consistente: la repetición de situaciones que parecen tener la misma solución es la primera puerta que se abre para la abstracción, para elevarse del nivel del piso, y desde allí alcanzar un segundo grado de comprensión. La matemática no tiene ningún secreto que la haga ni más difícil, ni más dura, ni más árida que ninguna otra ciencia. Solo necesita tener buenos nexos con la realidad...”
Y luego seguían algunos ejemplos, de los cuales elijo dos:
“Los siguientes ejemplos tienen el propósito de seducir al lector, del cual solo se requiere un mínimo de flexibilidad mental y generosidad intelectual:
1) Conteste mentalmente esta pregunta: ¿cuánto es ocho dividido dos? Su respuesta es obviamente cuatro. Seguramente Ud. no necesita ratificarlo, pero si quisiera, diría: ocho dividido dos es cuatro, porque cuatro por dos da ocho. Bien. Hagamos ahora lo mismo en este caso: ¿cuánto es ocho dividido cero? Aquí, espere un segundo. No lea lo que sigue. Piense.... (hágame caso, piense primero una respuesta, y después siga). ¿Qué respuesta encontró? ¿Está seguro?.... ¿Por qué no la verifica con el método que leyó más arriba?
Si Ud. no sabía la respuesta de antemano, se habrá sorprendido (al menos eso espero) con que no hay respuesta. Claro, no es posible encontrar un número que sea resultado de dividir ocho por cero. ¿Por qué? Porque si hubiera alguno, siguiendo la regla expuesta antes, al multiplicarlo por cero debería dar ocho, y Ud. sabe bien que cualquier número multiplicado por cero, da cero.
2) ¿Qué es más difícil?: ¿Sacar trece o cero puntos en el Prode? Le pido que no conteste que es igual tan rápido. Piense qué pasaría si hubiera un solo partido. ¿Cuántas respuestas serían correctas en ese caso? Solo una. ¿Y cuántas incorrectas? Dos. ¿Y si fueran dos los encuentros? La respuesta es que hay solo una manera de ganar entre 32=9 posibles y 22=4 formas de sacar cero puntos. Se puede seguir entonces con esta idea para concluir que, si bien hay una sola manera entre 313=1.594.322 de acertar todos los partidos, hay 213=8.192 posibilidades de errar todos los resultados.
¿Cuál es la moraleja principal de todo esto? No importaría que nos hubieran enseñado mal, porque uno lo arregla o lo corrige con el tiempo. Pero la clave pasa por otro lugar: lo grave es que no nos enseñaron a pensar..., no nos ayudaron a descubrir el placer que el pensar encierra... Eso es grave. Por eso mismo es que sostengo que la escuela secundaria es totalmente deficitaria en su función específica: la de ser generadora de preguntas.
El mayor problema que enfrentamos aquellos que enseñamos matemática es aprender el para qué uno explica o divulga algo. A nadie puede interesarle aprender algo porque sí. La tarea tiene que comenzar en el lugar que corresponde: 1) enseñando a enseñar; 2) enseñando qué enseñar; 3) enseñando el porqué uno enseña lo que enseña, y 4) el para qué uno enseña lo que enseña.
El problema de los chicos es sencillo: no se los estimula a descubrir preguntas, ni se los acompaña en la búsqueda de las respuestas porque los docentes no están preparados para ello. No tiene sentido dar respuestas a preguntas que el alumno no se ha hecho.
Mi propuesta pasa por proveer el léxico indispensable de manera tal que se pueda acceder rápidamente a despertar inquietudes, marcar supuestas coincidencias o asimetrías, conjeturar hipótesis posibles, reflexionar sobre caminos alternativos....
En todo caso, una vez elaborado esto, una vez que la pregunta “prendió” en el alumno, ayudarlo a pensar o a descubrir la respuesta. Pero esto último es mucho más fácil, porque es el propio alumno el que pinchará al profesor si éste ha pulsado correctamente el timbre de la pregunta. El mismo, el alumno, se ocupará de encontrar las respuestas y ya no se detendrá en el profesor o el maestro, sino que el espíritu investigador se habrá puesto en funcionamiento, motorizado desde su propio interior. Su afán por entender solo se calmará cuando lo logre.”
A manera de final a toda orquesta decía: “La matemática es una de las cosas más fascinantes que hay sobre la tierra; descubierta o creada por el hombre (como prefiera), es dueña de una belleza singular, atrapante, contagiosa..., estéticamente perfecta.
Doblo las ideas, guardo mis pensamientos, pero intuyo la cara del lector entre sarcástica y escéptica, como diciendo: ¡Este tipo está loco! A la de matemática no se la bancaba nadie... nunca... en ninguna época... ¡Siempre fue un plomazo!...”
Así terminaba la nota de hace casi 20 años. Pero tengo otro final, más cercano al año 2008 y un par de reflexiones: si bien este artículo parece tener vigencia hoy, luego de ¡veinte años!, creo que se ha producido un cambio en la sociedad argentina.
¿Es mi optimismo congénito o ahora hay una reacción diferente? ¿Qué significa que haya tantas colecciones de libros de ciencia, periodistas especializados en todos los diarios nacionales, programas de televisión abierta dedicados a la divulgación, un canal público que nos llena de orgullo como Encuentro, películas y obras de teatro dedicadas al género y hasta un nuevo Ministerio de Ciencia, Tecnología e Innovación Productiva? ¿Es más de lo mismo o estamos cambiando las estructuras? Espero que no tengamos que esperar otros veinte años para saberlo.
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