Jueves, 27 de diciembre de 2007 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Juan Cruz Esquivel *
¿En qué fuentes deben buscar su legitimidad los funcionarios de un gobierno y los demás actores del sistema político en el marco de un régimen democrático? ¿Cuáles son los principios que deben guiar los contenidos de las políticas públicas y de las legislaciones?
Estos interrogantes, de sencilla respuesta teórica –la soberanía popular es la fuente de legitimidad de una democracia y el ejercicio extendido de los derechos civiles el fundamento del accionar público–, no dejan de encontrar dificultades prácticas en nuestra Argentina de hoy.
En su edición del 18 de diciembre, Página/12 informó que un gobernador había vetado la ley que reglamentaba la atención de los abortos no punibles, es decir en aquellas situaciones en que está en riesgo la vida de la mujer o cuando la gestación es producto de una violación sobre una mujer con discapacidades mentales.
Lo que debemos analizar en este u otros casos es justamente dónde recurre la autoridad política para obtener legitimidad. La normativa había sido aprobada con un consenso significativo por la Legislatura provincial. Sin embargo, las influencias del obispo local y las presiones de grupos católicos activos para evitar la sanción de la ley prevalecieron sobre el Parlamento, ámbito de representación de la ciudadanía en todo sistema republicano.
Este episodio ha reflejado, una vez más, los mecanismos de presión sobre el sistema político que pone en práctica la Iglesia Católica para que las políticas públicas y las legislaciones se adecuen a sus normativas, transparentando una concepción que supone la subordinación del poder civil al poder espiritual.
Vale aclarar que es totalmente legítimo que un religioso plantee un debate público en torno al aborto y defienda su postura. Lo cuestionable es la imposición de una moral particular a toda la sociedad. De la invocación a una mayoría religiosa o a un sustrato religioso en la identidad nacional no se desprende que una institución religiosa esté legitimada para interferir en los asuntos públicos. Más aún, si tenemos en cuenta la brecha que existe entre las prácticas cotidianas de los propios fieles y las prescripciones morales proclamadas desde la institución.
En nuestra Argentina contemporánea, la diversidad es el signo que mejor caracteriza a nuestra sociedad desde el punto de vista cultural y religioso. Ninguna institución se encuentra hoy en condiciones de monopolizar la producción y transmisión de valores y pautas de conducta que regulan los comportamientos sociales, porque justamente estos comportamientos desbordan cada vez más los marcos normativos institucionales.
Por otro lado, la consolidación de la democracia trasunta en una mayor visibilidad de los derechos ciudadanos y en un reconocimiento y apropiación social de los mismos en términos de reivindicaciones. La libertad del individuo de decidir sobre las creencias y prácticas en el orden religioso, familiar y personal, por citar tan solo algunas dimensiones, obliga a los Estados a contemplar demandas diferenciadas en materia de derechos.
En ese sentido, se plantea una tensión entre la mayor demanda, visibilidad y concientización de sus derechos por parte de los ciudadanos y la insistencia de la Iglesia Católica de universalizar su moral religiosa.
En otras palabras, el imperativo democrático de organizar la convivencia social en el marco de una pluralidad creciente conlleva a una ampliación y diversificación de los derechos ciudadanos que colisiona con las pretensiones eclesiásticas de uniformizar los valores y las conductas que deben regir en la sociedad. En esta clave, es dable encontrar una explicación a buena parte de los desencuentros entre el gobierno de Néstor Kirchner y la conducción del Episcopado.
El encuentro entre la presidenta de la Nación, Cristina Fernández, y las autoridades católicas inaugura un nuevo capítulo en las relaciones EstadoIglesia. Desde ya que es auspiciosa la generación de espacios de diálogo y concertación; claro que éstos no deberían significar un freno o un retroceso en el proceso de construcción de una ciudadanía plena.
La pregunta aún no saldada por el sistema político argentino es cómo se gestiona y se legisla la creciente diversidad familiar, cultural, sexual, religiosa, etc. O, dicho de otro modo, qué políticas públicas y qué normativas deben implementarse para garantizar una sociedad incluyente y una convivencia plural. Si consideramos que en un régimen democrático los asuntos públicos no pueden definirse por la doctrina de un credo en particular, sino por la continua ampliación y diferenciación de los derechos sociales, el camino se tornará más inteligible.
* Doctor en Sociología. Profesor de la Universidad de Buenos Aires e investigador del Conicet.
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