CULTURA
La muerte de Howard Fast, el escritor de “Espartaco”
Rebelde, escritor prolífico, marginado por el macartismo e ignorado por las academias, Hollywood plagió dos de sus libros.
A los 85 años, Howard Fast murió en los Estados Unidos.
Por Paco Ignacio Taibo II *
Howard Fast está vivo, me dijo hace un par de años un editor en Nueva York. No me lo acababa de creer. Desde la publicación de sus novelas duras en el final de los años ‘80, le había perdido la pista. ¿Cuántos años tenía? Debería tener más de 85. Había nacido en 1914. Y me dijo: no sólo está vivo, está escribiendo. Puse mi mejor cara de fan y salí de la reunión con las pruebas para los críticos de las novelas que le iba a reditar, El cruce y Bunker Hill y un teléfono en Connecticut.
Si todo el mundo tiene su actriz de cine, su cantante, su gran maestro de ajedrez, su mago, su político, yo tenía mi novelista: Howard Fast. Lo había seguido con la fidelidad de un grupi a lo largo de casi 40 años, coleccionaba sus novelas y sus cuentos, sabía bajo qué seudónimos se había escondido, qué películas se habían hecho de sus libros sin darle crédito. Me había acompañado en los camiones de tercera con los que recorrí la república en los años 60 y me había descubierto las inmensas posibilidades de la novela histórica.
Nacido en Nueva York en el Lower East Side, un barrio de emigrantes judíos pobres (Fastov se volvió Fast), que habría de retratar maravillosamente en su novela Infancia en Nueva York, vendió su primer cuento a los 17 años.
En la década de los 40 publicó Los soberbios y los libres y Lugar de sacrificio, que junto con su libro sobre Washington, El hombre invencible, arman una trilogía maravillosa sobre la guerra de independencia estadounidense. Y alcanzó una enorme fama con Camino de libertad, una novela sobre una rebelión negra después de la guerra de secesión.
Durante la Segunda Guerra Mundial su condición de antifascista “prematuro” lo alejó de los frentes y le dio un extraño trabajo errante de periodista que retrata magistralmente en un libro de cuentos, trabajo que lo hizo desarrollar las aventuras más extrañas, como quedar perdido durante días en un depósito de cascos de coca cola del ejército estadounidense en un país árabe.
Fue blanco de la represión política de posguerra, y cuando se enfrentó a McCarthy en una de las audiencias del Senado, durante la época de la cacería de rojos, logró desesperarlo de tal manera al explicarle minuciosamente la historia estadounidense, que McCarthy le interrumpió gritándole: ¡Vaya y escriba un libro! y Fast fue y lo escribió, no uno, muchos, y entonces presionaron a las editoriales y lo pusieron en una lista negra y no había editor en Estados Unidos que quisiera sus obras y lo sacaron de las bibliotecas públicas, y entonces Fast escribió Espartaco y la editó de su bolsillo y la vendió directamente a los lectores. Y cuando también esa puerta se le cerró porque le bloquearon el uso del correo para la distribución, se ocultó bajo el seudónimo de Walter Ericsson y escribió una novela policíaca inquietante, El ángel caído, una novela policíaca metafísica.
Y luego, con el seudónimo E. V. Cunningham, escribió una serie de novelas policíacas con títulos de nombres femeninos: Phillys, Penélope, Sylvia...
Premio Stalin de Literatura, encarcelado en 1950 por haberse negado a dar los nombres de sus compañeros en un comité de apoyo a los refugiados españoles, exiliado en México, donde escribirá una historia maravillosa, Cristo en Cuernavaca. Fast es autor de El ciudadano Tom Paine, Max, la mejor novela sobre los magnates de Hollywood, Torquemada, El caso Winston, La pasión de Sacco y Vanzetti. En el ‘56, después de los acontecimientos de Hungría, rompió con el comunismo oficial y escribió un libro inquietante, El dios desnudo. Durante un tiempo fue censurado por fascistas y stalinistas, retirados sus libros de la circulación, retenidos sus derechos autorales. La Warner le pirateó El otoño de los cheyenes (tomada casi literalmente en la versión de John Ford de La última frontera), porque Edgar Hoover dijo que no se podría hacer cine de las novelas de Fast, y Espartaco (una novela de la que se han editado varias decenas de millones de ejemplares en todo el mundo), adaptada por Dalton Trumbo, habría de aparecer en pantalla sin su crédito.
En los años 80 volvió a la carga con una enorme capacidad de provocación, unida a sus enormes virtudes como narrador, con dos novelas espléndidas: The Pledge, que recuperaba una historia que había recogido en Bengala durante la Segunda Guerra Mundial sobre la hambruna provocada por los ingleses, un crimen de guerra de magnitudes horripilantes y que había sido censurado hasta la aparición del libro en 1988, y reincidió con La confesión de Joe Callen, un libro que provocó que hasta el liberal New York Times lo tildara de ultra. Una historia sobre los manejos sucios, las guerras secretas de la CIA en Centroamérica.
Combinó estos escritos con dos libros de cuentos de ciencia ficción y con una serie de novelas policíacas que tienen como protagonista a un detective de origen japonés y filosofía zen en Hollywood.
Hace seis meses mantuve una larga serie de llamadas telefónicas con él. Quería hacerle un homenaje en la Semana Negra y aproveché para contarle las lecturas de sus libros que había hecho mi generación.
Lo convencí, pero no convencí a su médico. Nos mandó un mensaje grabado. Nos despedimos, quedando en que en los primeros días de mayo pasaría a verlo. Dijo que me esperaría en la estación del tren, con su automóvil, que si yo lo reconocería. Dije que tenía en mi casa una foto suya de un mítin en los años 40, dijo que no había cambiado demasiado.
El martes, los cables de las agencias transportaban la noticia de su muerte. Howard Fast ha muerto y algunos de nosotros nos hemos quedado más solos que de costumbre.
Pero tres estantes de los libreros de mi casa le pertenecen, acostumbro recomendarlo a lectores jóvenes que no lo conocían y que suelen agradecerme la recomendación de las maneras más cálidas y sonrientes. Presto sus libros, no me los devuelven y los vuelvo a conseguir en librerías de viejo. Tengo su foto en mi pared, recuerdo su voz y nuestras largas conversaciones telefónicas. Lo he leído y sigo releyéndolo. Me dicen que se ha muerto. No me lo creo. Seguro que en los próximos meses, años, alguna nueva novela de Fast aparecerá por ahí escrita desde los cielos y los infiernos.
* De La Jornada de México, especial para Página/12.