CULTURA › DANIEL GUEBEL Y SU NOVELA “LA VIDA POR PERON”
“No escribo para caer bien”
El nuevo libro del escritor y guionista le da forma a una historia que transcurre durante el día de la muerte del general, satirizando una operación política de un grupo militante.
Por Angel Berlanga
En su casa de Puerta de Hierro el general Juan Domingo Perón cuenta que a Isabel se la ganó jugando al truco contra Roberto Galán, se queja de cómo Evita le “hinchaba las guindas”, se imagina como “una leyenda imperecedera” desde la que se desprenderán “una infinidad de relatos”, se muestra tomado por López Rega y confiesa que se encierra en su escritorio para reírse con cintas de Pepe Biondi. Todo eso es contado el día de su muerte por Rafael, el ideólogo de una “formación especial” que monta, ese 1º de julio de 1974, una delirante operación centrada en la muerte casi simultánea del padre del protagonista, un joven militante de la izquierda peronista, y en el intento de transfigurar ese cadáver en el del general con un objetivo político. Todo eso es el argumento medular de La vida por Perón, novela de Daniel Guebel que, asegura, no busca escandalizar.
La vida por Perón fue, al principio, y se nota en la escritura, un guión para una película realizada por Sergio Bellotti que todavía no se estrenó y que, confirma Guebel, contiene variantes sustanciales en lo ideológico, giros de argumento hacia lo políticamente correcto. Con un humor ácido, que incluso llega al grotesco, la novela corroe los lugares comunes, las fidelidades sentimentales y los verticalismos casi ciegos de la juventud militante en torno de Perón y el peronismo. “Los personajes podrían ser, o no, los Montoneros”, dice Guebel, pero luego explica que Rafael “podría ser una especie de Galimberti” y que Norma, otro de los personajes, podría ser Arrostito. “Alfredo, el protagonista –cuenta Guebel–, tiene escasa formación política y podría calificárselo de perejil. Tiene más admiración que discernimiento sobre el discurso de la época y sus implicancias, y como es apuntador de teatro está acostumbrado a repetir textos ajenos. El típico chico de los ’70, muy inhibido y familiero, tomado por un huracán que lo excede, que se ve inmerso en una puesta en escena que hace la organización a la que pertenece, que incluye la muerte de su padre. No sabe manejar la situación, ni qué debe decirle o no a su madre.”
–Es curioso cómo el dolor, la pena, los sentimientos comunes ante la muerte de alguien querido quedan relegados ante los objetivos políticos.
–Cuando Alfredo se enfrenta a la muerte de Perón no sabe qué sentir; sólo puede pensar que es como un padre, dios, etc. Tampoco sabe muy bien qué sentir ni qué decir cuando se entera de la muerte de su padre. Ese día los Montoneros hicieron una formación militar; la mayoría de la gente iba a llorar, pero ellos fueron a despedirse del general como un ejército regular. De esa manera podían obliterar y hasta ahogar sus sentimientos.
–La vida por Perón corroe fuertemente a muchos personajes, o a sus arquetipos, y situaciones casi sagrados para muchos.
–Sí, soy consciente de eso. No soy el primero que lo hace. El libro tiene un rasgo que parece irreverente, el uso del humor, que está en un primer plano. El uso de la lengua, el anacronismo de aquellos discursos con el paso del tiempo, aparecen hoy como risibles. Pero esa función está supeditada a un efecto mayor que es la demencia: la de la situación y la implícita en los discursos. Se venía la catástrofe, pero un grupo de personas con escasa conciencia de la dimensión de sus actos cree que puede hacer algo para controlar esa catástrofe, y darle un signo. Por otra parte, no escribí este libro para caerle bien a nadie.
–Usted tenía 17 años cuando murió Perón. ¿Qué recuerda?
–Como el protagonista, no sabía qué sentir. Quería llorar pero no podía. No tengo por qué otorgarle crédito a mi percepción de la época, pero no me había gustado nada lo que había hecho Perón: ni la intervención en Córdoba, ni López Rega... Tenía, sí, la sensación de catástrofe inminente, la impresión de que se precipitaba la desgracia. Perón siempre me irritaba y me conmovía; dominaba la escena, así que no había forma de no verlo.
–La revolución, la militancia, los 70, son temas recurrentes en su obra. ¿Por qué?
–Es un tema que no puedo despejar: por qué recurre en mí la cuestión del sujeto que encarna un ideal y deriva en la catástrofe. Viene una y otra vez: en Los elementales, El perseguido, El terrorista... Creo que tiene que ver con algo que todavía no pude resolver ni en términos personales ni narrativos: cómo construir un modelo de vida, o de país, que se pueda llevar adelante sin que derive en catástrofe. Cómo sostener ilusiones que no sean mortíferas. Si uno lee las proclamas políticas de Montoneros o del ERP, la palabra que más aparece es “muerte”: Perón o muerte, Patria o muerte. Eso es el fascismo, no es la revolución. Es un ideal que se funde con la muerte. No por nada los montos eran católicos en su origen, y el catolicismo adopta como símbolo el momento del martirio de su dios.