CULTURA › OSCAR TERAN Y UN LIBRO SOBRE LAS IDEAS EN AMERICA LATINA
“Argentina acelera los conflictos”
Ideas en el siglo, intelectuales y cultura en el siglo XX latinoamericano enfoca a la Argentina, Chile, Uruguay y Brasil. Oscar Terán coordinó el libro y escribió uno de los ensayos.
Por Silvina Friera
La anécdota que cuenta el filósofo Oscar Terán roza tangencialmente los traumas de las identidades latinoamericanas. En las universidades mexicanas suelen confundir a los estudiantes uruguayos con los argentinos. “Me acuerdo de que ellos respondían con énfasis: ‘No, no soy argentino, soy exactamente lo contrario’.” Esta manera de pensarse por contraste ilustra la complejidad de utilizar la noción de América latina como un concepto homogeneizador, que ahoga los matices de la diversidad de grupos étnicos y nacionalidades, lenguas, historias y desarrollos socio-políticos y culturales. “Uno de los grandes intelectuales uruguayos, Carlos Real de Azúa, acuña la categoría de sociedad amortiguadora para explicar cómo funciona Uruguay. Entonces pensé que la Argentina es una sociedad que acelera los conflictos”, dice Terán, coordinador del libro Ideas en el siglo, intelectuales y cultura en el siglo XX latinoamericano, que reúne cuatro ensayos sobre el despliegue de los fenómenos culturales en Brasil, Chile, Uruguay y la Argentina.
En la entrevista con Página/12, Terán señala que la historia de las ideas goza de buena salud. “Es una disciplina que se benefició de las nuevas corrientes, inquietudes, emergencias y relecturas de eso que se llama lo simbólico, que viene a complejizar lo que era una lectura básicamente económico-social. Es lo que Lévi-Strauss llama eficacia de lo simbólico: muchas veces la gente organiza sus prácticas no de acuerdo con la realidad, sino con aquello que cree que es la realidad.” El libro, que comienza con un trabajo del propio Terán sobre las ideas en la Argentina (de 1880 a 1980), incluye un retrato cultural del Brasil, a cargo de Margarida de Souza Neves y María Helena Rolim Capelato; una trama del pensamiento en Chile, de Sofía Correa Sutil, y la dinámica de las ideas filosóficas, políticas y económicas que configuraron la nación uruguaya, escrita por Gerardo Caetano y Adolfo Garcé.
“Suponía que existía una red más estable de intelectuales latinoamericanos. Hacer el libro no fue nada sencillo, porque quienes son los más capacitados están demasiado ocupados; porque quienes tienen una visión más global no tienen estímulos teóricos o estructuras más actualizadas. En América latina percibo una seria dificultad para construir redes intelectuales”, advierte Terán, profesor en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, de la Universidad de Quilmes, e investigador del Conicet, autor de José Ingenieros: Pensar la nación y En busca de la ideología argentina, entre otros.
–¿Por qué cuesta tanto construir esa red?
–No sé si alguna vez existió, aunque hubo impulsos latinoamericanistas, al menos, en el continente y también en la Argentina. Uno podría citar tres momentos: la guerra hispano-norteamericana y la pérdida de las últimas colonias españolas en América, que despierta un sentimiento de alarma entre la intelectualidad latinoamericana, que configura un “nosotros” frente al “ellos”, que es la amenaza imperialista. Con la reforma universitaria, como segundo momento, las redes se intensifican, y hay textos como el Ariel, del uruguayo José Enrique Rodó, o El hombre mediocre, de José Ingenieros, que son extraordinariamente leídos y citados. Y, finalmente, la Revolución Cubana, que marca un nuevo impulso. La noción de una América latina, que tenía una suerte de pasado común, de lengua, cultura y de proyectos políticos compartidos, presenta un declive muy evidente. Pero no hay que olvidar que está la mirada donde siempre se construyó América latina, que es la Academia norteamericana. Eso que uno llama América latina es una unidad problemática.
–¿Esto dificulta la práctica de la historia de las ideas en esta parte del mundo?
–No hay una única manera de hacer historia de las ideas o de la cultura, pero sí hay un acuerdo implícito de que las ideas no viven en el mundo exclusivo de las ideas sino que están atravesadas por la economía, la política y la sociedad. En las políticas económicas, suele haber una eficacia en la implantación de determinadas líneas económicas que dan la imagen de una homogeneidad mayor que la que se encuentra cuando uno observa los desarrollos políticos y, sobre todo, los culturales.
–¿Cuáles son los contrastes culturales más significativos?
–El positivismo se dio en los cuatro países al mismo tiempo. Luego siguió la reacción espiritualista, el desarrollo del ensayo de ideas en clave de ciencias sociales, el estructuralismo y el marxismo. Pero cuando uno acerca la lente a estas corrientes que vienen de otros lugares, salvo la teoría de la dependencia que, como producto, corresponde a esta parte del mundo, se observa claramente que las ideas pueden ser análogas, pero están siendo recibidas desde estructuras económico-sociales-culturales que son diversas. El trabajo sobre Uruguay se inicia y termina con una pregunta que no aparece en otros países: los autores se interrogan sobre la viabilidad de Uruguay como país. El texto chileno se sigue preguntando sobre la inequidad en una sociedad fuertemente jerarquizada. Más que historias comparativas, son historias contrastantes que permiten no sólo conocer las formaciones culturales o históricas de otros países latinoamericanos sino ver ciertas especificidades que uno cree que sólo suceden en la Argentina y están ocurriendo en muchos otros lugares.
–¿Cómo caracteriza la relación del intelectual argentino con el Estado?
–Hay una marca fundacional del intelectual argentino, que es alguien que se construye más en la sociedad civil que en relación con el Estado, y que muchas veces mira al Estado como una posible trampa mortal para ejercitar su capacidad crítica, característica típica del intelectual moderno. Está en la reforma universitaria, que no es poco decir. La paradoja surge a partir de que una institución estatal, como la universidad, se piensa como la menos estatal de las instituciones, y ve al Estado como un cierto enemigo o simplemente un lugar al que hay que demandarle recursos.