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“Tal vez por la influencia que tuvo en mí la literatura clásica, la originalidad nunca fue un valor para mí: ya de adolescente descubrí que Esquilo, Sófocles y Eurípides trataban los mismos problemas sin ningún afán de originalidad, y que sin embargo eran distintos. Shakespeare no imaginó casi ninguno de sus dramas: los tomó de cuentos italianos, o de historias antiguas, o de Plutarco. Un escritor tiene la obligación de hablar de las mismas cosas de siempre, pero de manera diferente; no es lo mismo una mujer de Cézanne que una mujer de Klimt. La originalidad es aquello que aporta un artista sobre cualquier cosa del mundo que ha pensado; cuando un pensamiento refleja algo que se siente, ahí se empieza a ver la originalidad: es como si se verbalizara o estructurara algo que está en el corazón o en el espíritu. Nunca se me hubiera ocurrido, gracias a Dios, escribir una historia con un caballo de tres cabezas que hable, vuele y al mismo tiempo resuelva las antinomias de la razón pura; y en cambio sí se me había ocurrido, antes de leer Crimen y castigo, la posibilidad de un crimen justificado, y preguntarme dónde termina la moral y la ética y cuándo tiene valor la vida ajena. Eso, que viví como un problema, un día me lo encontré puesto todo en Dostoievski. Se busca tanto en la literatura ser original... Sacás los puntos y sos original; a veces sale, lo hizo Joyce... pero antes de la imprenta también sucedía. Y si vamos a extremos, bueno: saquemos también las vocales. No niego la artesanía verbal de hombres como Joyce, que me parece deslumbrante. Pero hay escritores que ponen la forma primero y después buscan un tema para llenar. Eso no me parece original: es una guarangada.”