Martes, 20 de noviembre de 2007 | Hoy
Por Gustavo Veiga
El año que vivimos en peligro –así se llama una película del australiano Peter Weir estrenada en 1982– bien podría ser el título para este 2007 que River, de manera prematura, vio terminar el 15 de noviembre. Terminó Daniel Passarella su ciclo como técnico, terminó también la vida de Gonzalo Acro en medio de una interna sangrienta de la barra brava, terminaron las ilusiones de los hinchas sin un título en catorce torneos consecutivos de sequía, terminó agredido Santiago Poblet Videla, el responsable de las Relaciones Públicas, por Ramiro Castro, un irresponsable amigo del presidente José María Aguilar; pero no terminaron las sospechas de negociados con los pases de futbolistas, las denuncias de la oposición por distintos desaguisados del oficialismo, ni las taimadas declaraciones de su máximo dirigente, un hombre que se las rebusca como ninguno para hacer de la ficción una realidad y de la realidad una ficción. En Núñez, mientras tanto, se busca un nuevo entrenador que, en lo posible, reúna los atributos de un cura sanador. Como si en ese acto pudieran evaporarse todos los males de una institución que soportó uno de los peores años de su historia centenaria.
El puñetazo de Ramiro Castro impactó en la cara de Santiago Poblet Videla la noche del jueves, casi como impactó en el ánimo de cada asistente al Monumental el zapatazo con que Mario Cuenca definió la serie de penales a favor de Arsenal. River acababa de perder la semifinal de la Copa Sudamericana y el agresor supuso que los adversarios políticos de su amigo Aguilar disfrutaban de la eliminación porque afuera del vestuario había observado a partidarios del ex presidente Hugo Santilli. “Estos se deben estar riendo”, sentenció Castro. “Yo estoy triste como todos los hinchas y creo que ellos también”, atinó a responderle el joven vocal titular, enrolado en el oficialismo crítico. Dicho esto, recibió la inesperada piña.
El presidente era uno más en ese vestuario atestado de almas desoladas donde la intemperancia de Castro no pasó inadvertida. Como tampoco pasó inadvertida la presencia del irascible personaje durante la última práctica de Passarella. El viernes por la mañana, el que se reía no era Poblet Videla sino Castro, mientras bromeaba con el técnico antes de su despedida.
La trompada arrojada por quien también es asesor del secretario Mario Israel no fue la única escaramuza de los últimos días. Diego Rodríguez, otro adláter de Aguilar, “casi se va a las manos con Passarella”, aseguró uno de los integrantes de la comisión directiva que tiene una mirada muy crítica sobre el círculo áulico del presidente. Y agregó, como para que no quedaran dudas de lo que piensa: “El grado de locura institucional que hay en River es enorme”.
Quizá pueda evaluarse con mayor precisión esa locura el 30 de noviembre próximo, cuando se realice la asamblea para aprobar la memoria y balance del período 2006-2007. “Va a estar picante”, garantizó una de las tres fuentes consultadas para esta nota que pidió un riguroso off the record, habida cuenta de que en el club nadie quiere probar la fragilidad de su mandíbula, como ya le pasó al atribulado Poblet Videla. En River, los oficialistas críticos y los opositores puros no creen en los pases de magia: “Hay una mayoría automática”, señaló uno de ellos, evocando a la Corte menemista. Tampoco hay demasiada fe depositada en una presentación ante la Inspección General de Justicia para solicitar que se convoque a una asamblea extraordinaria. En ella debería tratarse qué hizo el vice 2º Domingo Díaz con algunas obras cuestionadas por falta de transparencia.
El día de los malos augurios se aprobó el balance en la comisión directiva por 17 votos contra 5. Un ejercicio que por séptima vez consecutiva arrojó superávit, con algunas alquimias financieras a las que nos tienen acostumbrados los dirigentes del fútbol argentino en general y los de River en particular. “Los balances siempre van a dar ganancias porque se venden cada vez más jugadores para que cierren los números. Si no fuera así, hasta el fútbol tendría pérdidas”, analizó otro directivo que sabe de números, Carlos Ferreyra, uno de los cinco que desaprobó el último.
Esta vez, la fórmula secreta radicó en venderle el 50 por ciento del pase de Marco Ruben a la ignota empresa Top Players, a cambio de 2.500.000 de euros, lo que a priori parecería un negocio redituable de Aguilar y sus cortesanos. ¿Por qué? Muy simple: River había adquirido el ciento por ciento de los derechos federativos del delantero en 3.100.000 dólares. ¿Quién sería el alma caritativa que ahora compraba bastante más cara la mitad de la ficha de un delantero que casi no jugó en los últimos partidos? El empresario Fernando Hidalgo y su socia. El mismo que habría sido el mentor de una operación clave el 29 de agosto de 2006. En aquella oportunidad se firmó un convenio entre River y el Locarno de Suiza, dos días antes de que cerrara el balance y esto le permitió al oficialismo obtener un discreto superávit. Si la institución no documentaba 13 millones de dólares hace un año, la herencia acumulada hubiera sido un déficit muy alto en millones de pesos.
Como fuere, entre lo que se firma y lo que realmente se paga suele haber un campo. Top Players se había comprometido a abonar la primera cuota de 500 mil euros por aquel 50 por ciento de Ruben el 30 de septiembre. Pero recién abonó la mitad (unos 250 mil) el 12 de noviembre. Así como River tiene estas presuntas acreencias, también está endeudado.
La AFA se encuentra en condiciones de reclamarle al club 3.160.000 pesos y todavía no se le devolvieron unos cuantos miles de dólares al empresario Ricardo Martín Hardoy, quien aportó capital para hacer un negocio leonino con 16 juveniles a comienzos de junio de 2006. Como la operación con esos jugadores se truncó –iba a desembolsar 11.500.000 dólares por Augusto Fernández, Gonzalo Higuaín, Oscar Ahumada, René Lima, Gonzalo Abán y Juan Pablo Carrizo, más el 20 por la de la promesa, Diego Buonanotte–, el club debería reintegrarle la primera cuota que adelantó. A nadie parece interesarle este asunto porque el financista no tenía buenos antecedentes bancarios e incluso, para frenar aquella operación, en su momento se divulgó que había sido procesado por defraudación. Y hasta que era testaferro de un ex presidente.
Carlos Bianchi, Diego Simeone, Claudio Borghi –tres técnicos sin pasado riverplatense– y Ramón Díaz, Enzo Francescoli y Américo Gallego –que sí lo tienen– surgieron de movida como los nombres del recambio cuando Daniel Passarella aún estaba haciendo los petates en el vestuario Angel Labruna. La lista supuso una especulación vaga antes que una base firme para buscar candidatos. O acaso alguien pudo suponer que el ex técnico de Boca, ganador de cuanto certamen jugó con los colores más detestados, sería capaz de tentarse con dirigir a River. Habría que recordar dos cosas: el Virrey ya le dijo que no a la Selección y a su querido Vélez, con el que también obtuvo casi todos los títulos posibles. ¿Qué razón tendría entonces para rifar los afectos que desparramó por La Boca y que lo inducirían a volver si Roberto Digón gana las elecciones del 2 de diciembre contra el continuismo de Mauricio Macri, representado esta vez por Pedro Pompilio? Conclusión: cuando lo sondearon a través de su amigo Guillermo Coppola, respondió que no.
Con excepción de Francescoli –quien nunca dirigió por voluntad propia–, los demás entrenadores están contratados en distintos clubes del país y del exterior. Y uno de ellos, Diego Simeone, es el que se antoja como más probable, pero no porque sea el hombre que recoja más unanimidades (casi la mitad de la comisión directiva quiere a Ramón Díaz). El Cholo ofrece menos complicaciones que el resto a la hora de seducirlo. Tiene una cláusula de rescisión en el contrato con Estudiantes, cuyos dirigentes deberían hacer un esfuerzo mayor para retenerlo, que el de San Lorenzo por mantener a Ramón Díaz si Aguilar le levantara la proscripción. Una decisión que, aún hoy, parece sujeta a un juego de narcisismos y viejos desencuentros entre los dos.
Un dato más puede resultar clave en la elección. Los sucesivos fracasos de Merlo y Passarella, como de Gallego en su último paso por el club, suponen que ser técnico con historia en River no es ahora una condición sine qua non. Eso apuntala las chances más realistas de Simeone, aunque no tanto las de Claudio Borghi, de quien se respeta su trabajo en el Colo Colo, como de Omar Labruna el peso político de su apellido, un emblema riverplatense. Estos últimos son candidatos de contingencia.
Queda claro que mientras se prolongue esta novela, menos se hablará de temas institucionales, económicos y hasta de la barra brava. Passarella ya no está, varios de Los Borrachos del Tablón tienen pedido de captura y sólo se mantienen inconmovibles Aguilar –quien no responde las llamadas de este diario– y su grupo de incondicionales. Acaso porque ya no mete miedo un cantito que se escuchó la noche triste del partido con Arsenal: “Que se vayan todos, que no quede ni uno solo”. En la Argentina de hoy suena como una letanía de aquel convulsionado diciembre de 2001. En River, ni siquiera eso. Su conducción cree que detrás de aquella estrofa hay pura politiquería y mira para otro lado.
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