DIALOGOS
¿Por que maia plisetskaya?
Por L. H. M.
Su expresividad, su elegancia, su fuerza, su movimiento, sus brazos la convirtieron en gran figura de la danza clásica del siglo XX. Ahora de 79 años, lo fue todo en su país, en el Bolshoi y en otros escenarios del mundo. Nacida en Moscú el 20 de noviembre de 1925 del encuentro entre los Plisetski y los Messerer, esta mujer menuda, fibrosa, de porte elegante, ojos gris verdoso y cuello altivo heredó la vena artística de los segundos y quedó así predestinada para lucir un cuerpo dotado para el baile, para ejecutarlo con un estilo inigualable que iba a convertirla en estrella de la danza clásica del siglo XX. La historia de su vida es la de un tiempo turbulento repleto de guerras y dictaduras, de personajes sanguinarios (Hitler, Stalin...) cuya influencia trágica llegaría hasta el último rincón de su existencia familiar (su padre fue ejecutado en 1938, y su madre, deportada a Kazajistán) y artística. Cada uno de sus pasos como bailarina dentro y fuera del teatro Bolshoi –donde debutó con 11 años (La bella durmiente)–, en giras y galas que hicieron internacional su nombre, estuvo marcado por la política –“Ahora, pasaporte sí; ahora, pasaporte no”– hasta el último aliento de la era soviética.
La vida de Maia Plisetskaya es pura danza, un continuo de pasos y músicas –“No hay que bailar con la música, hay que bailar la música”, dice–. O quizá es que de todo lo demás se abstraía a través del baile. Del miedo, el dolor, la humillación, la falta de libertad. Así fue muchas mujeres. Y siempre las hizo apasionadas: Myrtha, en Giselle; Odette y Odile, en El lago de los cisnes; Carmen, en Carmen; Julieta, en Romeo y Julieta; Kitri, en Don Quijote; Frigia, en Espartacus. “Bailar es algo que hago por y para el público. Por mí misma, quizá ni lo haría”, asegura, sin embargo. Y también: “No me marché de la URSS porque el Bolshoi era, es, para bailar lo mejor del mundo”. Porque era el único lugar donde nadie podía controlarla, dicen otros. O por no darles el gusto a los que así lo vaticinaban. O por su padre –“Nunca quiso ser un traidor y se dejó matar”–. Y por supuesto, por su marido, el compositor Rodion K. Shchedrin (Lolita, El caballito jorobado, Carmen...), al que está apegada con amor adolescente desde hace 47 años. Con la llegada de la perestroika, con la caída del Muro de Berlín, se cerró su era Bolshoi. “Allí se quedó el teatro, en manos enemigas”, escribe en su autobiografía (Yo, Maya, 1994; se editará en castellano en 2006, editorial Nerea). Y así se rompían sus ataduras con aquel régimen que la explotó, la exportó y, paradójicamente, le dio mucho de lo que ha sido y es.