ECONOMíA
Del riesgo país al riesgo bomba
Para predecir crisis económicas provocadas por atentados no sirven de nada cocientes como los que anticiparon la quiebra argentina.
Por Julio Nudler
Después de que el 12 de octubre estallaran las tres bombas en el paraíso turístico de Bali, Indonesia, en lo que ha sido el atentado más monstruoso desde los del 11 de septiembre de 2001 en Estados Unidos, ¿cómo pueden hacer los economistas para calcular el riesgo país? En realidad, el problema no es calcularlo, porque ese parámetro siempre será inversamente proporcional a la cotización de los bonos de deuda emitidos por un Estado, o, en otros términos, igual a la sobretasa de interés que (teóricamente) deba pagar para conseguir financiamiento en los mercados voluntarios de crédito. El problema es predecir el riesgo país, que en el fondo es lo que importa. No por nada, cuando aún se recontaban las víctimas ya comenzaba a especularse con un posible défault de Indonesia, que por el orden de magnitud de su deuda y por su PBI es el más argentino de los países de Extremo Oriente. Aunque eso sí: sus desocupados suman 40 millones.
En los últimos años, el riesgo de invertir en los mercados periféricos aparecía vinculado, ante todo, con las incertidumbres de la globalización financiera y los shocks externos, ya bastante difíciles de pronosticar. Pero había a mano diversos indicadores de vulnerabilidad, como los cocientes deuda/exportaciones o deuda/PBI, la situación fiscal o el stock de reservas. Los mismos que convencieron a todo el mundo, desde 1999 más o menos, de que la Argentina quebraría. En cambio, ¿cómo saber dónde estallará la próxima bomba, dónde se cometerá un atentado lo suficientemente atroz e indiscriminado como para ahuyentar a los proveedores de divisas, sean éstos turistas o inversores? No es tarea de economistas sino de espías.
En realidad, “indicadores” siempre hay. En el fenómeno terrorista actual, contar con una amplia población musulmana, en cuyo seno activen células fundamentalistas extremas, es un factor extraeconómico que juega el papel que antes podía jugar un perfil apretado de vencimientos de la deuda, entre otros por el estilo. Surge así una nueva suerte de “efecto dominó”: su ruta seguirá una lógica totalmente diferente de la anterior. Por eso, tras la masacre de Bali, los comentaristas nombraron países como Filipinas, Yemen (el golpe contra el petrolero francés no hizo sino darles la razón) o Paquistán (allí había sido muerto un grupo de técnicos franceses) como sitios particularmente peligrosos.
La voladura de la embajada de Israel en 1992 y la de la AMIA en 1994 no parecen haber convertido a la Argentina en un país riesgoso para los inversores, quizá porque el tema no sensibilizaba entonces a los mercados de capitales tanto como ocurre actualmente. De todas formas, a la luz del presente estado de ánimo, no deja de sorprender que el atentado a la mutual israelita no hubiese sido ligado a la primera gran crisis de la convertibilidad, sobrevenida pocos meses después pero atribuida por entero al Tequila.
De hecho, no es que una explosión cualquiera, por sangrienta que sea, pueda demoler una economía. Eso dependerá del blanco elegido. En el caso de Bali, los terroristas eligieron como objetivo un (ahora ex) paraíso que recibía 4 millones de turistas por año, proveyendo cerca del 6 por ciento del ingreso de divisas de Indonesia. Pero, como es obvio, las bombas no alejarán sólo a los viajeros sino también a los inversores, ya renuentes desde la crisis de 1997 y las posteriores luchas políticas y sociales. Cuando se dice inversores se abarca a los fondos que incluyen en sus carteras papeles indonesios, públicos o privados.
Además del lugar elegido por los criminales, también cuenta el origen de las víctimas para diseminar el impacto. El que la mayoría de los muertos de Bali fueran australianos condujo a los analistas a “explicar” por qué los terroristas se ensañaron precisamente con ellos: porque John Howard, primer ministro australiano, fue uno de los que más apoyaron al presidente Bush y en 24 horas se enroló en la guerra al terrorismo, y fuerzas especiales australianas estuvieron operando con las estadounidenses en las montañas afganas contra Bin Laden. Sin importar si este análisis es correcto, la conclusión es una sola: que los australianos corren peligro en buena parte de la región vecina y harán mejor quedándose en casa. Con más razón los británicos. De esta manera, se resentirán importantes fuentes de demanda para los servicios que ofrecen los países a evitar. Porque, en esto del terrorismo islámico, las teóricas víctimas potenciales suelen ser ciudadanos de naciones ricas, que por ahora se olvidarán del avión y del crucero.
Para Kenneth Rogoff, economista jefe del FMI, es como si el terrorismo le estuviera imponiendo un gravamen a la economía global. Pero como ocurre con otros impuestos, no hay garantías de que éste sea “equitativo”. Aunque los atentados del 11 de septiembre retardaron el crecimiento de la mayor economía del mundo, las ahora llamadas “amenazas asimétricas” (los actos aparentemente aleatorios del terrorismo) aíslan la periferia. Así como el Jumbo, a partir de 1970, ensanchó las fronteras del turismo internacional y metió más en el mundo a una isla como Bali, el terror las vuelve a estrechar.