ECONOMíA › EL CLUB QUE FUNDO LA ARGENTINA EN PARIS
Acreedores del mundo, uníos
Por Julio Nudler
Cuando la Revolución Libertadora derrocó al tirano prófugo, se halló con una aplastante deuda externa de 750 millones de dólares (pero de los de 1955) y un terrible cronograma de vencimientos, con pagos por 260 millones a realizar en 1956 y por 173 millones para 1957. Poco o nada quedaba del oro que en 1946 se apilaba en los pasillos del Banco Central hasta dificultar el paso, como había referido el propio Perón. Las reservas sumaban apenas U$S 100 millones, por lo que el gobierno militar pidió a los países europeos una renegociación y el acceso de la Argentina al sistema multilateral de comercio y de pagos que regía desde 1950. Así nació, por iniciativa argentina, el luego famoso Club de París como un grupo informal de acreedores gubernamentales. Gracias al inicial puntapié patrio, el Club lleva firmados ya 367 acuerdos con 78 países deudores. El hecho que ensombrece esta feliz historia es que desde el año pasado la Argentina está en default también con el cenáculo parisino, después de haberlo alumbrado casi medio siglo atrás. Cuando Rodríguez Saá cerró la ventanilla, la deuda ascendía a U$S 1750 millones.
El país lleva firmados 8 acuerdos con el Club, en una permanente gimnasia de renegociación, según se puede ver en un minucioso estudio elaborado por el economista Luis Lucioni para el Centro de Estudios para el Cambio Estructural (CECE), instituto radical que conduce Juan Vital Sourrouille. El primer acuerdo se rubricó durante la gestión del presidente Aramburu, en mayo de 1956. El siguiente entendimiento correspondió a la era Guido. Illia tuvo el suyo, Alfonsín dos y Menem tres. El inicial, contenido en el Acta de París, abarcó deudas oficiales y comerciales argentinas por U$S 441,6 millones. A su vez, se capitalizaron intereses por 58,9 millones. El principal acreedor era Alemania, seguida de Italia, Reino Unido, Japón, Francia y Holanda.
Esas deudas provenían de préstamos comerciales garantizados por agencias oficiales, especializadas en extender seguros de crédito a la exportación. Eran fondos orientados mayormente a la producción de obras y servicios públicos, en tiempos en que el Estado aún no se había desentendido de aquéllas ni de éstos. Pero “a partir de 1992 –como puntualiza Lucioni–, el abandono progresivo de esta posición por parte del gobierno modificó también las fuentes y el uso de los recursos provenientes del exterior”. Había comenzado la era de la colocación de bonos en los mercados financieros internacionales y de los préstamos de la banca multilateral. Con los recursos así obtenidos se pasó a financiar gasto corriente del sector público.
Como un antecesor del Bar del Infierno, el Club de París no se rige por normas escritas ni estatutos, aunque ciñe su funcionamiento a ciertos principios y reglas. Una de éstas es que los acuerdos exigen el consenso de todos los acreedores participantes. Esto le permitió en su momento al gobierno suizo intentar un chantaje a Illia, a quien exigió abandonar la política de salud que impulsaba el ministro Oñatibia porque no convenía a los intereses de los laboratorios helvéticos. Otra regla clave es la necesidad de tener previamente aprobado por el FMI un programa de ajuste.
Ahora mismo es previsible que, si se firma un nuevo acuerdo con el Fondo, la Argentina pida el inicio de una nueva ronda con el Club. A la mesa de negociación se sentarán también el FMI, el Banco Mundial y el BID, que en principio deberían apoyar el programa que presente el país. Se supone que el eventual arreglo incluirá facilidades semejantes a las que se consigan de otros acreedores, pero nunca mayores.
El procedimiento será, como siempre, bastante tedioso porque después de plasmar una minuta de acuerdo a orillas del Sena habrá que viajar a cada capital para celebrar contratos país por país.