ECONOMíA › TRAS LA EXTRANJERIZACION DE LA BANCA Y DE LOS SERVICIOS PÚBLICOS
Toda la economía está en el Fondo
El FMI ya no representa solamente a los acreedores. Desde que la Argentina desnacionalizó los bancos, la luz, el petróleo y los teléfonos, el organismo expresa a todos esos lobbies.
Por Julio Nudler
Al extranjerizar durante los años ‘90 tanto la provisión de los servicios públicos como el sistema financiero, la Argentina convirtió al Fondo Monetario en una especie de interlocutor universal de su economía. El FMI ya no discute con el país solamente las cuestiones referidas al balance de pagos, las ecuaciones macro, el régimen cambiario y la deuda. Ahora quiere meterse en todo: desde las tarifas eléctricas hasta el resarcimiento que recibirán los bancos por decisiones gubernativas o judiciales que los afectaron. Esos asuntos no guardan relación con los temas que, en sentido estricto, incumben al Fondo, pero en su directorio se apoltronan países a los que pertenecen las privatizadas y los bancos que dominan la plaza local. El FMI no es ya únicamente el portavoz de los acreedores: ahora expresa también a los intereses extranjeros que controlan amplios sectores de la economía.
La Argentina, además de extranjerizar sus estructuras, hizo algo más hasta el 2001 inclusive: acumuló una gigantesca deuda externa, que no parecía tan desproporcionada sólo porque la cifra del Producto estaba inflada por el retraso cambiario y la sobreexpansión de sectores condenados a comprimirse tan pronto estallase la crisis de la convertibilidad. En consecuencia, el país dotó al Fondo de una capacidad de presión mayor aún que la que jamás tuvo. Sólo con los organismos multilaterales el país está endeudado en casi 33 mil millones de dólares. Ahora esa fallida estrategia nacional deja a la Argentina expuesta ante un contrincante que agrupa y representa un arco de intereses inusitadamente amplio. Horst Köhler, Anne Krüger, Anoop Singh, John Dodsworth, John Thornton y los restantes miembros del staff no son solamente las personas que deciden si acogerán o no al país bajo elparaguas de la institución, dándole así la posibilidad de intentar el retorno a los mercados financieros y emitiendo señales de confianza hacia los inversores internacionales.
Detrás de Köhler, Krüger y los demás están quienes en la Argentina manejan el crédito, las jubilaciones, las pólizas, la luz, el gas, la nafta, el agua, las comunicaciones. Todos ellos saben que para el país es “imperioso” firmar con el Fondo (el término acaba de ser utilizado por Alberto Fernández, jefe de Gabinete), y que por tanto el directorio del organismo es un buen vehículo para imponerle sus demandas a la Casa Rosada. O para intentarlo, al menos. Porque, ¿qué momento mejor que éste para salirse con la suya?
Frente a esta situación, Néstor Kirchner resolvió tomar la negociación en sus manos y plantarse en su rechazo a que el FMI se pase de la raya. Cuenta a su favor con lo poco que le importa al G-1, como algunos llaman a Estados Unidos, lo que haga Buenos Aires con las tarifas de los servicios, considerando que las compañías norteamericanas apenas si mojaron su magdalena en este té. Pero el G-6 (G-7 ex EE.UU.) no es que no cuente, y está resuelto a presionar a los argentinos precisamente ahora, porque es cuando están agarrados.
Esta pulseada tiene lugar en el preciso instante en que la arrogancia estadounidense está quedando magullada en Irak, y, como se mofa Paul Krugman, el presidente George W. Bush debe rogarle a los comedores de queso y fabricantes de chocolate (despectiva descripción neoconservadora de los europeos) que lo rescaten. Esos mismos comedores de queso y fabricantes de chocolate están repantigados con sus intereses en los sillones del FMI y no contemplan ya a John Snow, secretario del Tesoro estadounidense, como el cacique indiscutido del capitalismo.
El precio de la soja podrá estar alto, pero esto no significa que todo el cuadro internacional favorezca hoy a la Argentina. El entramado de intereses político-económicos no convalida el “shock exógeno positivo” del que se congratulan algunos analistas locales. A esto hay que sumar miles de tenedores europeos y japoneses de bonos argentinos defolteados, que son un incordio para sus gobiernos. Estos necesitan mostrar que algo están haciendo para ayudarlos, ya que nada van a emprender contra los financistas que, a sabiendas, los cebaron con esos papeles de altísima tasa interna de retorno y riesgo tendiente a infinito.
Una vez alcanzado, en principio, el acuerdo sobre un superávit fiscal primario de 3 por ciento del PIB para 2004, en la discusión sobre el ajuste para los dos años siguientes el gobierno argentino introdujo un punto bastante novedoso: vincular el excedente fiscal de 2005 y 2006 a una fórmula polinómica que incorpore variables como la tasa de crecimiento de la economía, el nivel de desempleo y los índices de pobreza (es decir, la expansión y distribución del Ingreso). No es que la formulación haya ocurrido formalmente, pero es la idea esbozada.
De esta manera, se le dobla la apuesta al Fondo. Si éste introdujo entre sus condicionalidades campos tan exóticos como los planteados por los lobbies de bancos y privatizadas (exóticos respecto de las cuestiones que razonablemente competen al FMI), la Argentina propone incluir en la negociación otras lecturas de su realidad económica y social. Se supone que a mayor tasa de desocupación, menor superávit fiscal exigible, porque haría falta más inversión pública para generar trabajo. Se presume que cuanta más pobreza se detecte, más planes sociales tendrán que combatirla y, por ende, mayor será el gasto primario.
Dos hechos extraños marcan esta zigzagueante negociación. Uno es que el Fondo no compromete ni un dólar fresco. Incluso se resiste a refinanciar todos los vencimientos de capital e intereses. Esto, obviamente, debería quitarle argumentos para plantear tantas exigencias. El otro es que la Argentina está haciendo muy buena letra y muestra éxitos: crece, no acusainflación y mantiene bajo control las variables monetarias, cambiarias y fiscales. ¿Cómo se le puede negar un acuerdo?
Aun así, las discrepancias acerca del grado de ajuste fiscal y de otras políticas (las “reformas estructurales”) limitaron el campo de acuerdo posible a un simple stand by, con vencimiento a fin de 2004, aunque disfrazado de convenio largo. Con ese logro en la mano, la Argentina se encargaría de renegociar con los acreedores defolteados, y a mediados del año próximo, conocido el resultado de esa reprogramación, se definiría el esfuerzo fiscal necesario para el bienio siguiente.
Este arreglo parecía satisfactorio para el staff del Fondo: no lo hacía feliz, pero al menos postergaba el problema argentino, evitando el default del país con los organismos. Sin embargo, el directorio del FMI refleja -como se señaló arriba– intereses más vastos, dispuestos a tensar la maroma. Frente a ellos, Kirchner asume una actitud no habitual en un presidente: la de mostrarse más duro que su ministro de Economía. No interviene para una concesión de último momento que destrabe la negociación, sino para apretar las clavijas.
Para algunos, se trata de una actitud condicionada por la sucesión de elecciones en las que se juega la suerte de su poder político. Suponen que después aflojará. Pero para entonces la carta de intención con el Fondo ya estaría firmada, y los europeos exigen que contenga al menos un guiño respecto de las tarifas. Mientras tanto, cuentan con que, más allá de sus intenciones, Kirchner comprenderá que, le guste o no, heredó la economía que le dejaron Carlos Menem, Domingo Cavallo y Roque Fernández, con los añadidos posteriores. Y que esa economía es un territorio hostil, donde no solo los De la Rúa y Machinea corren peligro.