ECONOMíA › MAÑANA LE ESTALLAN AL GOBIERNO LOS INDICES DE PRECIOS DE ABRIL

La híper, a la vuelta de la esquina

Tras echar a Challú, Lavagna deberá hallar la manera de calmar al Presidente, desesperado por “hacer algo” con la inflación.
Cómo ven el drama dos expertos: Juan Dumas y Roberto Dvoskin.

 Por Julio Nudler

El instante fatal se acerca. Mañana, Economía deberá difundir los datos de la inflación de abril: entre 10 y 11 por ciento de suba en el IPC (precios al consumidor) y 19 por ciento en mayoristas. Con estos aterradores datos del INdEC en las pantallas, a Roberto Lavagna le costará sostener su posición, según la cual el terrible problema sólo debe ser atacado a través de la política fiscal y monetaria, como quiere el FMI. Para los críticos, esta postura del ministro les recuerda que “en los cementerios no hay inflación”, en alusión a los efectos de profundización recesiva del ajuste. La depresión, por otra parte, no impidió que los precios hayan subido ya 21 por ciento en promedio al menudeo y casi 57 por ciento al por mayor, contando incluso con que todavía no se permitió que la devaluación fuese trasladada a las tarifas públicas. Ahora, en medio de la tormenta que desatará la publicación de las cifras oficiales de abril, el presidente Duhalde tiene que confirmar la remoción de Pablo Challú, secretario de Defensa de la Competencia, exonerado por Lavagna porque, según se explicaba ayer en Economía, “él no acepta que un subalterno lo desautorice”, dado que Lavagna acumula interinamente la cartera de Producción, de la que depende Competencia. En concreto, Challú afrentó al ministro al presentar un proyecto de decreto para aplicar controles de precios y revivir la ley de Abastecimiento, mientras Lavagna sostenía una posición muy diferente. La refriega se complicó ayer, cuando Duhalde, con la suerte de Challú en sus manos, aseguró que todo se reducía a un “malentendido”, y que nadie estaba proponiendo controles sino sólo “precios de referencia”. Voceros de Economía, consultados por Página/12, rechazaron anoche que hubiera existido un malentendido, remitiendo al referido decreto. A última hora, una fuente muy cercana a Duhalde dijo a este diario que lo de Challú –quien no acató la expulsión que le dictó Lavagna– es “un asunto terminado”, lo cual disiparía, de confirmarse, el peligro de una nueva crisis ministerial. Pero resta ver cómo digerirá el Gobierno los nuevos índices de precios, precisamente cuando la CGT de Hugo Moyano acaba de lanzar un paro general para el 14.
La explosión de precios comenzó, para la estadística oficial, la última semana de marzo. La vorágine fue tal en abril que un largo número de rubros del IPC tuvieron subas superiores al 20 por ciento. Los medicamentos ya acumulan un aumento promedio de 45 por ciento, agravado ahora porque las prepagas resolvieron reducir de 50 a 40 por ciento el descuento en sus recetas, lo cual provoca un encarecimiento extra del 20 por ciento para sus afiliados. Frente a esta carrera incontrolable, Duhalde quiere –cualquiera sea la opinión de Lavagna– que se haga algo, lo que sea, para estabilizar los precios de una canasta básica de productos. Challú intentó negociar algo así con los supermercados, y fracasó.
Ante el dilema, Página/12 consultó a dos especialistas de posiciones divergentes. Uno de ellos, Juan Dumas, fue director de Comercio Interior entre 1967 y 1970, cuando Adalbert Krieger Vasena era ministro de Economía, y le tocó armar un acuerdo voluntario de precios, que fue exitoso. Dumas analiza la encrucijada actual en estos términos:
u Con una devaluación del peso de esta magnitud, pretender que los precios no se acomoden al dólar es voluntarismo total y completo. Todavía tenemos muchísimo por ver en materia de aumentos. El Gobierno tendrá que digerirlo y no proponerse evitar lo inevitable. Si no, habrá mercado negro, desabastecimiento y decadencia de los servicios públicos.
u En 1967, la justificación conceptual para promover un acuerdo de precios era la existencia de una industria oligopólica en una economía cerrada, por lo cual no podía confiarse que los mercados determinasen precios razonables. Pero luego, con la apertura, se volvió innecesaria cualquier intervención.
u Ahora hemos retrocedido a una situación en que las empresas no sienten que la importación les ponga un techo a sus precios. Este tope dejó de funcionar porque el dólar subió más de 200 por ciento y por las grandes dificultades para importar y saber cuánto valdrá el dólar cuando haya que remesar el pago. Entonces, los importadores se curan en salud y presumen un dólar más alto todavía.
u Los empresarios fijan el precio que les garantiza la rentabilidad que desean, y si venden, bien, y si no, también. Así es como se comportan.
u Si tenemos de nuevo una economía cerrada, es de suponer que se volverá a los acuerdos con las empresas formadoras de precios. No tiene sentido hacerlos a nivel comercial, porque allí hay mucha más competencia. Esta política no es buena, pero menos mala que fijar precios máximos.
u En la carrera inflacionaria nadie quiere quedarse atrás. Los acuerdos sirven para evitar que todos se adelanten para no rezagarse. Pero deben plantearse con realismo, sin pretender la absorción de costos inabsorbibles. No se puede ser demasiado ambicioso. Lo que cuenta es evitar que en los precios se carguen las expectativas inflacionarias.
u Para formar acuerdos de precios no hace falta ninguna ley.
A Roberto Dvoskin, subsecretario de Comercio Interior entre 1986 y 1989, más que la inflación lo desvela el desabastecimiento, si bien éste es producto de la inflación. Las estanterías raleadas muestran, según él, que “la híper está a la vuelta de la esquina”. Su esquema es éste:
u El Estado debe obligar a abastecer, y asegurarle al abastecedor que podrá reponer su mercadería, lo cual exige acordar valores con las empresas formadoras de precios. Esto, a su vez, sólo es posible si se ancla el tipo de cambio para importar y exportar, e imposible con flotación cambiaria. Con ésta, nadie sabe a qué precio vender. Pasa igual que en febrero de 1989: cuando se liberó el dólar empezó la híper.
u Hay que entender que la comercialización de bienes básicos es un servicio público. La gente necesita acceder a esos bienes. Tiene que comer todos los días, y el Estado debe garantizarlo.
u La ley de Abastecimiento es apta a este fin, pero tiene ese “maldito artículo primero que le permite al Estado fijar precios máximos”. Con todo, esa ley es necesaria. “Cuando la voladura de la AMIA –ilustra–, la gente saqueó las farmacias de la zona para atender a los heridos. Y en el tumulto se mezclaron ladrones. Pero de haber tenido una ley, el Estado hubiese podido obligar a las farmacias a entregar todo lo necesario, garantizándoles el posterior resarcimiento.”
u La convertibilidad produjo un frenazo de los precios, pero no de los márgenes. Esto atrajo el ingreso de las grandes cadenas de híper –y supermercados–, que trabajaban con márgenes del 25 por ciento, casi el triple que en los países centrales. Durante años presionaron a las fábricas proveedores, bajando sus precios, hasta llegar al hueso. Pero desde 1997, también los márgenes de las cadenas empezaron a contraerse rápidamente. Eso y la recesión las dejaron sin oxígeno. Por eso, ahora fueron los supermercados los que lideraron la suba de precios.

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Góndolas raleadas al no saberse a qué precio vender cuando se ignora el costo de reposición.
Entre la megadevaluación y las trabas, la importación dejó de ponerles techo a los precios.
 
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