ECONOMíA › OPINION

Sex and the City

Por Eduardo Aliverti

Por fuera de los pacatos y de la tilinguería que sólo se escandaliza por las formas, este mundo televisado de la puteada por la puteada misma; de las tetas y los trastes y los gemidos casi como única razón argumental; del humor barato; de actores y actrices de cuarta; de banalidades permanentes; de chimenteros-estrella; este mundo comunicacional berreta en el que los programas periodísticos de opinión desaparecieron de la tevé abierta, ¿este mundo mediocre y mersa es ajeno a la “gran” política; es ajeno a quiénes son los confirmados dueños de los grandes medios y, sobre todo, es ajeno a lo que somos como sociedad en términos de nuestros intereses colectivos?
Apareció y arrecia una polémica: ¿qué hacemos con el sexo y el lenguaje soez a toda hora, y con nuestros niños y con nuestros adolescentes? Algunos comunicadores se escandalizan. Proponen multas efectivas, resguardo del horario de protección al menor, sanciones. Algunos responsables de programación de la tevé desenvainan una razón cínica, pero rayana en lo indesmentible: la “gente” consume esa basura, a niveles de 10, 20, 30 o más puntos de rating. Los intelectuales están desaparecidos, con el atenuante de que algunos o varios no son convocados por los medios. Lo que no se está diciendo ni discutiendo es lo que explica todo, aunque no sirva para cambiar nada. La televisión y los medios, en general, no son causa. Son espejo. Es una tontería enorme atribuir el nivel mediático a meras decisiones gerenciales que buscan el impacto fácil, y la sociedad debería encontrar una respuesta infinitamente mejor que ésa en sus propias quejas cotidianas. Porque, entre otros ámbitos, es en esos mismos y denostados medios –a los que no se debe eximir de responsabilidades y culpas, todo lo contrario– donde se escucha hasta el cansancio que los pibes no leen, que los docentes son unos burros, que el lenguaje se empobreció, que la educación se cae a pedazos, que no hay debates de fondo, que cualquier cuestionamiento es superficial, que toda una generación parece de descerebrados. ¿Qué astilla se pretende de ese palo?
Da la sensación de que los argentinos no terminan de asumir el huracán exterminador que significó el menemismo, en términos culturales. El menemismo en la aldea local y la salvajada del neoliberalismo en la global provocaron la desaparición del pensamiento crítico, el culto mesiánico al individualismo, el bastardeo de todo valor de excelencia, el consumo desaforado a costa del resto que fuere, la destrucción de un sistema educativo que así sea a los tumbos mantenía alguna base de igualitarismo comunitario. La década del ’90 profundizó el entramado de fiesta de los poderosos y exclusión popular; y a la par surgía lo que se llamó “farandulización de la política”, que en verdad distó de abarcar sólo a la dirigencia, porque mientras se remataba el país y la modernización tecnológica y el delirio del uno a uno compraban las conciencias, la capacidad intelectual del conjunto también se frivolizó. Los medios jugaron un papel decisivo, porque sin su concurso no hubiera existido la consumación de la estupidez. Pero en tanto no fue ni es una estupidez inocente sino una estrategia de poder, los medios son un instrumento. Con lo cual el eje de la discusión está corrido de lugar.
Entran allí la derrota cultural de los sectores populares, el todo vale que legó la rata, la corrupción aceptada como mal congénito, la mentalidad clip donde nunca queda nada. Ese Poder estupidizante, en tanto victorioso, refleja nuestra decadencia analítica (entre otras). Y es un Poder feliz con el modo en que le estamos discutiendo. Escandalizan el sexo y el lenguaje televisivos, pero no la ausencia de un periodismo que interpele cuestiones estructurales, nada menos. Y qué curioso: se desató este debate justo cuando el Gobierno renovó las licencias de los permisionarios de radio y tevé por decenas de años, mediante un decreto de necesidad y urgencia. ¿Por qué las instituciones oficiales, y tanto sociólogo, y tanto periodista de los grandes medios preocupados por la salud mental de nuestros infantes y púberes, y por la televisión chatarra, no llaman a debatir quiénes y por qué son los ratificadísimos dueños de los medios? ¿De qué estamos hablando? ¿De discutir contenidos con Moneta y Manzano? Oigan, se puede entender que nadie muerde la mano del que le da de comer. Pero entonces, notables pensadores argentinos, quédense en sus casas y no pasen, al menos ante sí mismos, la vergüenza de cuestionar no a los coitos televisivos sino al sexo de los ángeles.
Y en cuanto a la popular y como decía Tato Bores: mis queridos chichipíos, traten de pensar un poco más antes de hacer pasar el centro de las cosas por la televisación de algunas tetas de más.

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