Martes, 15 de junio de 2010 | Hoy
Por Mario de Casas *
En La ideología alemana, Marx afirma que quienes disponen de los medios de producción también dominan la reproducción ideológica: pueden difundir una visión acorde con sus intereses y “justificar” lo que, en realidad, es su lugar de privilegio en el sistema social. Esta tesis, que implica la primacía histórica de las ideas dominantes, no su exclusividad, ha sido confirmada durante los doscientos años de historia que estamos recordando en nuestro país.
En cambio, lo distintivo del régimen de dominación aún vigente en importantes regiones del planeta –como puede verse desde la gran crisis desatada en 2008– es que entronizó como únicas las variantes “casualmente” favorables a los sectores de máxima concentración de poder, lo que implica suponer que no hay otro esquema de relaciones sociales posible. Así logró imponerse durante mucho tiempo por la fuerza –mediante represiones más o menos brutales– y el consenso pasivo de importantes capas de la población –a través de la violencia que supone expropiar los instrumentos para pensar y actuar en función de alternativas–. Es decir que ejerció un dominio que, según una de las acepciones que dio al término, Gramsci denominó “hegemonía acorazada de coerción”, distinguiéndola de una hegemonía basada en el consenso activo de las mayorías.
El sistema en cuestión incluye la pretensión de que es “antidemocrático” que un proyecto político busque la hegemonía, falaz maniobra ideológica que –entre otras– ha servido aquí para criticar el derrotero iniciado en 2003. Entonces, la falta de formación, ingenuidad o cinismo oportunista de sus tributarios, ha sustraído la atención de asuntos fundamentales que deberían haberse puesto en debate en el marco de importantes decisiones presidenciales, aun cuando aquellas ideas y su materialización entraron en crisis terminal entre nosotros en diciembre de 2001.
Tanto el gobierno de Néstor Kirchner como el de Cristina Fernández renunciaron a utilizar los aparatos represivos del Estado para controlar el reclamo social y, además, se propusieron transformar las relaciones sociales en favor de los sectores populares postergados modificando el patrón de acumulación. Tales condiciones hacen imprescindible la construcción de una hegemonía fundada en el consenso; algo que aún no se ha conseguido y que, por lo tanto, constituye uno de los déficit a salvar y no una conquista a resistir.
Es obvio que cuando hablamos de consenso no nos referimos al “consenso” vacío que propone la derecha para que nada cambie, hablamos de un consenso que generará –debería generar– debates y conflictos. Es decir que el problema no es hegemonía sí o hegemonía no, sino qué tipo de hegemonía es la que se ejerce para conducir la sociedad. No hay transformaciones estructurales sin hegemonía y no hay hegemonía democrática sin consenso amplio y activo. Surge entonces con claridad una de las contradicciones de quienes expresan voluntad de cambiar relaciones sociales injustas y piden “consenso”, pero rechazan sin más “cualquier intento hegemónico”.
Por otra parte, en la medida en que desde 2003 se fue desenmascarando implacablemente, con hechos y palabras, ese manejo ideológico que proclama la existencia de un único pensamiento capaz de interpretar correctamente el pasado –es decir, de escribir la Historia– y el presente –es decir, de diseñar el futuro–, se confirmaba una vez más la referida tesis marxista en cuanto a la no exclusividad de las ideas dominantes, al mismo tiempo que la experiencia cotidiana les mostraba a distintas capas sociales perdedoras que salían de su situación desventajosa.
Sin embargo, los buscadores de votos –algunos de los cuales, increíblemente, hablan en nombre de lo que queda de los partidos otrora populares–, probablemente confundidos por una coyuntura electoral y olvidando que una golondrina no hace verano, siguen repitiendo como letanías fórmulas en las que ya muy pocos confían, confirmando que casi siempre los creyentes son menos inteligentes que los teólogos: se autodenominan “políticos” pero atacan la política. En efecto, las fallidas ideas que todavía recitan, al convertir en dogma la exclusividad de la visión “técnica” de los problemas de la sociedad, sacralizan la no confrontación y estigmatizan la disputa económica y social dejando sin sentido toda práctica orientada apenas a rozar las relaciones de poder existentes, que eso es –ni más ni menos– la política.
Como si esto fuera poco, reclaman calidad institucional pero, al asumir el rol de simples ejecutores de la voluntad de los sectores dominantes, atacan uno de los avances fundamentales que en materia de calidad institucional se vieron forzados a reconocer: la recuperación plena de la autoridad presidencial. Fundamental no por una cuestión meramente formal, sino porque la recuperación de la cabeza del poder institucional es indispensable para construir nuevas relaciones de poder en base a las cuales sea la política la que conduzca el ciclo económico y no al revés.
* Presidente del ENRE.
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