Domingo, 30 de marzo de 2008 | Hoy
EL MUNDO › QUINTA NOTA SOBRE LAS NUEVAS IZQUIERDAS EN LATINOAMERICA
Por José Natanson
Con una madre aymara que en español sólo sabía el Padrenuestro, criado en una casa de barro en un pueblito perdido de Oruro, Evo Morales vivió una infancia de una pobreza difícil de imaginar, con cuatro de sus siete hermanos muertos a poco de nacer y el hambre siempre acechando. Su asombrosa trayectoria política sólo se entiende como parte del proceso de reafirmación indígena surgido en los ’70, que tuvo en el katarismo –en referencia a Túpak Katari, el caudillo aymara descuartizado por los españoles durante el cerco a La Paz de 1781– su sector más radical, y que consiguió su primer reconocimiento en 1994, con una reforma constitucional que estableció el carácter “pluricultural y multiétnico” del país e inauguró la educación bilingüe en las escuelas.
Esto sucedió durante la presidencia neoliberal de Gonzalo Sánchez de Lozada, algo que a primera vista puede parecer una paradoja pero que quizás no lo sea tanto: el reemplazo de la idea de clase por la de etnia o cultura sintonizaba perfectamente con la espíritu anti-Estado-nación que defendía el pensamiento en boga. Con un problema: los indígenas bolivianos no son minorías a las que hay que proteger, sino amplias mayorías excluidas, cuya discriminación étnica se superpone, retroalimentándose, con la desigualdad social. Una realidad más parecida al apartheid sudafricano que a las imágenes de esos indios posmodernos y coloridos que a veces aparecen en National Geographic.
El fracaso de estas primeras operaciones de apertura en clave neoliberal, que sólo cambiaron cosméticamente la situación, consolidó en el movimiento indígena la idea de que era necesario construir un instrumento político propio para llegar al poder y desde allí cambiar las cosas. El gran acierto de Evo Morales fue lograr la confluencia entre el reclamo indígena y otras corrientes políticas –antineoliberales, nacionalistas– detrás de un único proyecto político. “Si fue Evo Morales y no Felipe Quispe quien accedió al lugar de primer presidente indígena de Bolivia, fue porque logró articular un proyecto nacional frente a la perspectiva aymaracéntrica”, escribió Pablo Stefanoni (Nueva Sociedad 209, mayo-junio del 2007). En otras palabras, supo expresar políticamente a los campesinos de las zonas más atrasadas del interior, pero también a los indígenas y mestizos urbanos incorporados al mercado de consumo, que usan jeans y zapatillas, se conectan a Internet y en muchos casos han abandonado definitivamente el quechua y el aymara.
Aunque la coca se cultiva desde la invasión de los Incas, el verdadero boom comenzó a mediados de los ’80, cuando el cierre de las minas de estaño y una brutal sequía en el altiplano produjeron una migración masiva hacia el Chapare, una zona fértil del trópico, justo en un momento en que en Estados Unidos se ponía de moda la cocaína, la droga que sintonizaba bien con el acelerado espíritu yuppie de la época.
La coincidencia entre demanda y oferta produjo una expansión geométrica de las plantaciones de coca, cultivo que cuenta con una serie de ventajas que no posee ningún otro producto: emplea gran cantidad de mano obra, no requiere mucho capital ni fertilizantes, ni una infraestructura especial; uno compra o alquila un lote y lo único que precisa, además de brazos bien dispuestos, son los plantines. Además, la coca resulta rentable aún en pequeñas parcelas. Como diría un economista, no requiere economías de escala. Clásico cultivo de minifundio, la coca se parece al café, con la diferencia de que rinde tres cosechas al año en lugar de una.
Mientras la coca se expandía, la guerra contra las drogas desatada por Ronald Reagan forzaba a los sucesivos gobiernos bolivianos a ensayar una serie de estrategias de erradicación que fracasaron una otra tras otra, tanto por la falta de incentivos para los productos sustitutos como por la creciente brutalidad policial. La reacción del movimiento cocalero fue cohesionarse y fortalecerse y luego presentarse a elecciones, ganar primero algunas intendencias, después un diputado nacional y finalmente la presidencia. En este sentido, el ascenso de los cocaleros al poder es resultado de un proceso que combinó triunfos electorales con métodos de acción directa, los bloqueos y piquetes que terminaron anticipadamente con dos gobiernos y que finalmente concluyeron con su llegada al poder.
Si Hugo Chávez habla en Venezuela de su “revolución bolivariana” y si Rafael Correa define a su proyecto como una “revolución ciudadana”, Evo Morales también apela de tanto en tanto a la vieja palabra, aunque el adjetivo que la acompaña no está del todo claro. Por eso, más allá de las definiciones, tal vez la mejor forma de acercarse a una respuesta sea analizar los motivos y el impacto de la decisión más radical de su gobierno: la nacionalización de los hidrocarburos.
El decreto de nacionalización, sorpresivamente anunciado en enero del 2006 y teatralizado con la ocupación militar de los campos gasíferos, obligó a las empresas privadas a ceder la totalidad de su producción y la mayor parte de sus acciones al Estado. Además, ordenó un incremento de las regalías del 50 al 82 por ciento. Las grandes compañías extranjeras como Petrobras y Repsol, aunque al principio amenazaron con retirarse, aceptaron reformular los contratos bajo las nuevas condiciones, lo que le permitió al gobierno cumplir su objetivo de aumentar la participación estatal sin producir un desplazamiento total de las inversiones extranjeras.
El incremento del porcentaje obtenido por el Estado, junto al aumento de los precios internacionales y la renegociación de los valores de las exportaciones a Argentina y Brasil, le permitieron al gobierno mejorar sus ingresos fiscales. Según la Cepal, aumentaron 47 por ciento desde la firma del decreto. Conviene entonces matizar las críticas sobre el populismo de Evo Morales apuntando que, para envidia de más de un neoliberal, su gobierno es el fiscalmente más sólido del último medio siglo. Con un superávit de 4,5 por ciento, reservas record y una deuda externa en disminución gracias a las condonaciones del Banco Mundial y el BID, la macroeconomía luce estable y ordenada. En Bolivia nadie se preocupa mucho por el ministro de Hacienda, pues la atención permanece en la crisis política, pero no está de más dedicarle dos líneas: Luis Arce Catacora es un funcionario de carrera del Banco Central con un posgrado en Inglaterra, que habla inglés y portugués y no reniega de las medidas rigurosas. Es, de hecho, el responsable de aplicar la ortodoxa política de metas de inflación para controlar la suba de precios.
Eso, al menos, me dijo Alvaro García Linera, vicepresidente de Bolivia y referente intelectual de una parte de la izquierda de su país, cuando lo entrevisté en su departamento lleno de libros en La Paz. “Nuestra economía tiene un espacio capitalista que hay que fortalecer. La diferencia con los otros gobiernos es que ya no se trata de un capitalismo de camarilla, endogámico y especulativo, sino de un capitalismo productivo. Pero también hay sector no capitalista, o poscapitalista, que son las fuerzas comunitarias tradicionales. Se encuentran fragmentadas y dispersas, pero tienen en su interior mucho potencial. Es una estructura muy amplia: el 90 por ciento de la economía campesina es de tipo familiar-comunitaria.”
Suena bien. Sin embargo, parece difícil que un sector de estas características –baja productividad, escasísima incorporación de tecnología, escala reducida– pueda utilizarse para algo más que la elemental autosustentación. Para García Linera, sin embargo, hay allí un potencial productivo. “Nuestro gran reto es convertir a la comunidad en una fuerza poscapitalista. ¿Qué de todo esto podremos desarrollar? No sabemos. Pero creemos que lo central es que se están alumbrando cosas que van más allá de una mera readecuación democrática a un capitalismo maduro ya existente.”
El punto de partida es desolador. Bolivia es, después de Haití, el país más pobre de América latina, con 63, 9 por ciento de pobreza y 34,7 de indigencia, el triple de mortalidad infantil que en Argentina, la segunda esperanza de vida más baja de la región y uno de los peores índices de distribución del ingreso del continente.
Tal vez todavía sea pronto para evaluar el desempeño de Evo Morales en este aspecto. Desde su asunción, la economía creció a un ritmo razonable: 4,6 por ciento en el 2006, 3,9 en el 2007 y se estima un 4 por ciento en el 2008. Aunque no hay datos fehacientes, es probable que la pobreza haya disminuido ligeramente por la extensión de algunos programas sociales, como el Bono Juancito Pinto de apoyo escolar, y el incremento de las pensiones. “Estamos buscando un camino distinto”, me dijo Juan Ramón Quintana, ministro de la Presidencia de Bolivia, cuando conversé con él en la sede de la embajada de su país en Buenos Aires. “Los recursos obtenidos por la nacionalización nos permitieron fortalecer las inversiones sociales, apoyar con créditos los microemprendimientos, la economía familiar, la pequeñas empresas. Pero no es algo que se pueda hacer de un día para el otro.”
El problema que se interpone en estos planes es la dualidad estructural de la economía boliviana: por un lado, el sector minero e hidrocarburífero, más algunos pocos exportadores de soja, joyas y cuero, hiperproductivos y modernos; por otro lado, decenas de miles de pequeños emprendimientos atrasados y de bajísima productividad. La dificultad deriva del hecho de que el primer sector, que genera el 60 por ciento del ingreso, emplea a sólo el 7 por ciento de la población, mientras el segundo, que explica el 40 por ciento del ingreso, emplea al 83 por ciento de la mano de obra. El último informe del PNUD sobre Bolivia sostiene que cambiar este patrón económico es la clave del desarrollo. De otra forma, el país podrá crecer, pero será un crecimiento empobrecedor, tal como explicó Salvador Ric, ex ministro de Obras Públicas de Evo Morales, quien hizo cálculos y llegó a la siguiente conclusión: a este ritmo y con este patrón de crecimiento, Bolivia tardará 20 años en alcanzar los niveles de desarrollo de... Paraguay.
Seis meses después de la llega al poder de Evo Morales se realizaron las elecciones constituyentes, en las que el oficialismo se impuso claramente, aunque sin lograr los dos tercios necesarios para poder definir por sí solo las reformas planteadas. El plebiscito acerca de las autonomías departamentales, que se realizó en simultáneo, arrojó un triunfo del No –la postura defendida por el gobierno– en el total nacional. Sin embargo, el Sí se impuso en cuatro departamentos: Santa Cruz, Tarija, Pando y Beni. La asamblea se reunió y, tras un año y medio de sesiones, no logró acordar un solo artículo.
El golpe de timón llegó en noviembre del 2007, cuando los asambleístas alineados con el gobierno se reunieron en un cuartel militar y, con dos tercios de los convencionales presentes (no del total), aprobaron en una sola sesión 400 artículos: entre otros, la recuperación del rol del Estado en la economía y la prohibición de la privatización de los servicios básicos. Al día siguiente, los prefectos de los departamentos rebeldes anunciaron que desconocían la nueva constitución y que convocarían a plebiscitos autonómicos. El gobierno respondió con un anuncio de elecciones, pero fue desautorizado por la Justicia.
Este complicado enredo institucional no debería ocultar el diagnóstico esencial: el empate que paraliza a Bolivia. A diferencia de Chávez, que en los primeros años de gobierno logró el monopolio absoluto de la iniciativa política, Evo Morales enfrenta a una oposición que, si bien cuantitativamente minoritaria, cuenta con poder, dinero y recursos. La lidera Santa Cruz, el departamento más próspero de Bolivia, que origina el 30 por ciento del PIB nacional, genera el 62 por ciento de las divisas y recibe el 47,6 por ciento de la inversión extranjera. Es además la región más integrada al Mercosur y la que ostenta lo más parecido a una industria manufacturera que hay en el país. Basta caminar unas horas por las calles de Santa Cruz, atestadas de 4x4, para hacerse una idea de una prosperidad que allí se lleva como un estandarte de progreso individual en un país acostumbrado al fracaso económico.
Como Cataluña en España, Santa Cruz es un centro de poder económico que reclama para sí margen de maniobra político y una mayor proporción de la renta, que ha conseguido arrastrar en su reclamo a los departamentos contiguos y que hoy es el núcleo de la oposición política al gobierno. Es una pulseada por poder político y recursos económicos que, sin embargo, no debe confundirse con una pretensión separatista, plan inconcretable por una larga serie de motivos, que van desde la seguridad de que ningún país vecino tolerará una secesión hasta el detalle económico de que, pese a todo, el principal mercado de Santa Cruz sigue siendo... Bolivia.
El cambio político inaugurado por Evo Morales en enero del 2006 es el más profundo y radical de todos los se están produciendo hoy en América latina. Si el proceso refundacionista venezolano se limitó a una rotación de elites con masivas políticas sociales, el boliviano apunta a la incorporación de una enorme mayoría indígena excluida (según el último censo, el 64 por ciento de la población) en un doble sentido: económico y político. Lo primero es difícil en un país que, además de pobrísimo, no ha logrado diversificar su estructura productiva (el 75 por ciento de sus exportaciones son hidrocarburos y alimentos) y cuyo crecimiento, aunque algo mejor, sigue siendo bajo. En cuanto a la incorporación política, más allá de la enorme revolución simbólica que implicó la llegada al poder de Evo Morales, tampoco está cerrada. El gobierno no ha logrado extender su influencia a las regiones rebeldes del Oriente y, en un contexto de creciente polarización, corre el riesgo de perder el apoyo de las clases medias. Transformar su proyecto refundacionista en un mínimo consenso nacional –el ejemplo de Nelson Mandela– implicará tarde o temprano conceder y negociar, sin dejar de lado los reclamos de justicia: un equilibrio complicado en un camino apenas más ancho que una cornisa.
La semana próxima: 7 preguntas y 7 respuestas sobre el Uruguay de Tabaré Vázquez.
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