EL MUNDO › ESTADOS UNIDOS EMPIEZA A PENSAR EN IRAK EN TERMINOS DE COSTO Y BENEFICIO

Quién gana y quién pierde con una guerra

Durante la semana, la tensión retórica con Irak no hizo más que subir. Ayer Irak, apoyándose en Rusia, declaró que no aceptará una nueva resolución de la ONU que amenace con una represalia militar. En esta nota, cuáles serían las consecuencias económicas de un conflicto.

Por Larry Elliott y Heather Stewart *
Desde Londres

En Bagdad se está esperando que las sirenas de ataque aéreo den la señal del comienzo de la guerra. Las pantallas en las financieras de la City muestran los precios del petróleo subiendo y los precios de las acciones bajando. Ya hemos estado aquí, hace 12 años, cuando la respuesta de Occidente a los tanques entrando en Kuwait fue una rápida acumulación de fuerzas militares seguidas por una victoria aún más rápida. Era el primer conflicto de la era de la posguerra fría y trajo consigo la primera recesión de la posguerra fría.
La última vez, la entonces primera ministra británica Margaret Thatcher declaró que había tenido que inyectar un poco de determinación al presidente George Bush padre. En 2002, Tony Blair no necesita persuadir al joven Bush de la necesidad de acción contra Bagdad. Washington está inundado de halcones militares que están convencidos de que el poder de Estados Unidos asegurará una repetición de Tormenta del Desierto y las correctas condiciones creadas para una economía global más próspera. Lawrence Lindsey, el jefe del Consejo Económico Nacional, le puso a la guerra un precio de 100 a 200.000 millones de dólares, o 1 por ciento-2 por ciento del PBI (Producto Bruto Interno). Lindsey dijo al Wall Street Journal el lunes que era un precio muy bajo que pagar para evitar que la amenaza de terrorismo ponga frenos a la economía global. “Me resulta difícil ver cómo podríamos haber sostenido el crecimiento económico en un mundo donde los terroristas con armas de destrucción masiva andan sueltos por ahí –dijo–. Cuando se haya cambiado el régimen en Irak, se podrán añadir 3-5 millones de barriles de producción al abastecimiento global de petróleo. La guerra sería buena para la economía.”
A juzgar por lo que ha estado sucediendo en los mercados de acciones globales esta semana, es claro que no todos comparten el optimismo de Lindsey. Las tres economías más grandes del mundo: Estados Unidos, Japón y Alemania, o bien ya están en recesión o están al borde de ella, y ya hubo señales claras en los últimos meses de que las cosas se están poniendo peor. Las cifras que esta semana mostraban la mayor caída en la producción industrial en la eurozona este año y un número mayor del esperado de nuevos pedidos de subsidios de desempleo en Estados Unidos sirvieron para subrayar una fragilidad que afecta a países tan diversos como Hong Kong, Argentina y Suiza.
Brian Redding, un economista que trabajan para Lombard Street Research, dice que el análisis de Lindsey solamente se sostendrá si la segunda guerra del Golfo (asumiendo que haya una) resulta ser otro paseo. Aunque Irak en aún más débil de lo que era en 1991, y Estados Unidos más fuerte y más seguro, Redding dice que no existen garantías que las fuerzas de Saddam Hussein sean abatidas tan fácilmente o que Saddam sea derrocado. “Si el pueblo iraquí no se levanta contra el régimen, esto no será una blitzkrieg, sino más bien un Stalingrado. La primera guerra del Golfo se esperaba que fuera difícil y fue fácil. El peligro es que la segunda, que se espera que sea fácil, resulte difícil.”
Como siempre, la primera baja en la cuenta regresiva a la guerra ha sido el precio del petróleo. Cada recesión global desde 1973 ha estado asociada con un alza excesiva en el precio del crudo, de manera que la trepada de los precios hasta 30 dólares por barril ha sido vista con alguna preocupación que los estrategas. Lo que importa, sin embargo, es si el precio se mantiene alto durante un período prolongado de tiempo. El temor en 1990 era que se interrumpieran los abastecimientos globales, y que de eso resultara que el precio del petróleo saltara a 40 dólares el barril antes de que la fuerza de las Naciones Unidas llegara a Medio Oriente. Para cuando la lucha comenzó, se había vuelto claro que no habría escasez alguna y el precio cayó rápidamente.
Bush y sus consejeros están contando con una diversidad de factores para asegurarse de que esta vez las cosas ocurran de modo similar. Estados Unidos ha reforzado su reserva estratégica de petróleo, y habrá una intensa presión diplomática sobre Arabia Saudita y Rusia para que extraigan más crudo. La debilidad de la demanda global también ayudará a mantener un techo sobre los precios.
Aun así, un aumento de corto plazo en el precio del petróleo añadiría problemas económicos al mundo. El impacto inicial sería inflacionario. A largo plazo, sin embargo, el efecto sería deflacionario, porque el combustible más caro se comería las ganancias y reduciría los ingresos reales. Si una guerra contra Irak se transformara en otro Vietnam, o llevara a la desestabilización de Arabia Saudita, el impacto sería mucho mayor.
La segunda área de preocupación para los ministros de Finanzas y los gobernadores de los bancos centrales es el impacto de la guerra en la confianza. En Estados Unidos, los niveles de confianza son más altos de lo que eran antes de la invasión iraquí a Kuwait, pero han caído abruptamente desde el verano después de las revelaciones del fraude en WorldCom. El índice de confianza de los consumidores consumidor cayó en agosto de 1990 cuando Saddam invadió Kuwait, y los analistas creen que caería de nuevo, especialmente desde que el 11 de setiembre ha patentizado ante los norteamericanos la posibilidad de represalias terroristas.
El problema para la Casa Blanca es que sólo el gasto de los consumidores está evitando que Estados Unidos caiga en una doble recesión. Si la gente deja de gastar en la economía más grande del mundo, las olas del shock primero afectarán a las empresas de EE.UU. y luego rápidamente agitarán al resto del mundo, donde la dependencia de las exportaciones a EE.UU. es considerable.
Finalmente, hay alarma respecto de lo que un crecimiento global aún más lento podría significar para los mercados financieros. La larga resaca tras la explosión de la burbuja puntocom al final de los años 90 ha significado que las compañías ya están luchando por lograr el tipo de ganancias que justifiquen el precio de sus acciones. Una confianza declinante de los consumidores que lleve a una demanda más débil pondría bajo una presión renovada los precios de las acciones, y eso a la vez se retroalimentaría en una confianza aún más baja por parte de los consumidores.
Todas estas preocupaciones se expresarán la semana próxima en Washington en la reunión anual del Fondo Monetario Internacional. Actualmente, parece que Bush y su equipo están dispuestos a aceptar los riesgos en juego. La administración está dispuesta a que el déficit del presupuesto aumente aún más, en la esperanza de que el gasto de defensa le dé un empujón a la producción industrial. Con las tasas de interés en un 1,75 por ciento –lo más bajo que han estado en 40 años– no hay mucho margen para relajar aún más la política monetaria, pero es probable que Alan Greenspan corte más el costo del préstamo.
Gran Bretaña tiene más margen de maniobra. Las tasas de interés podrían ser reducidas de su actual nivel del 4 por ciento, y las finanzas públicas son lo suficientemente fuertes para que el ministro de Finanzas Gordon Brown pueda aumentar el gasto público para contrapesar las presiones recesivas globales. Japón está lejos de tener esta suerte, con sus tasas de interés ya en cero y las finanzas del gobierno en déficit. Europa sería duramente golpeada por el aumento de los precios del petróleo. “Cualquiera sea lo que se decida que hagamos, tendremos éxito y podremos pagarlo”, insistió esta semana el secretario del Tesoro Paul O’Neill.
Queda por verse si está en lo cierto. George Bush el viejo pensaba lo mismo en 1991, cuando era saludado como el triunfador contra Saddam. En dos años, los votantes norteamericanos lo habían sacado a patadas de la Casa Blanca.

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George W. Bush (izq.) presidiendo su gabinete y de frente a Paul O’Neill, secretario del Tesoro.
 
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