Lunes, 6 de abril de 2009 | Hoy
EL MUNDO › OPINIóN
Por Rocco Carbone *
Italia, 1994: no sin cierto desconcierto asistimos a la primera victoria electoral de Berlusconi, Silvio, y su entonces joven Forza Italia, partido líquido que nos quitó la alegría de gritar, justamente, “forza Italia” en cualquier Mundial. Desde entonces, Berlusconi ha tenido cuatro mandatos como primer ministro: el primero en la XII Legislatura (1994), dos consecutivos en la XIV (o sea: 2001-2005 y 2005-2006, cuando fue, además, ad interim, ministro de las Relaciones Exteriores, de la Economía, de la Salud, de la Función Pública) y el último en la XVI (desde 2008).
Italia, 2009: presenciamos, ya sin desconcierto y más bien con furia, a la fundación del Popolo della Libertà, partido de extrema derecha en el que confluyen el moderado primer partido post-ideológico italiano –con una cuota de participación del 70 por ciento– y Forza Italia (ese mismo que dio representatividad al electorado moderado de matriz católica, socialista y liberal). Junto a él, la radicalizada y xenófoba Alleanza Nazionale –con una cuota de participación minoritaria del 30 por ciento—, capitaneada por el fascista de traje cruzado Fini, Gianfranco.
Pueblo de la Libertad: partido y, como tal, instrumento príncipe de la participación democrática, pero deformado del todo en esta función a partir de su propio nombre. Berlusconi busca su fuerza y su legitimación más en el “pueblo” que en las instituciones. Y ese concepto es el verdadero sujeto político del nuevo movimiento.
De hecho, la fuerza del Pueblo de la Libertad encuentra fundamento en el propio electorado, que estaba listo antes que su clase dirigente para reconocerse en una formación unitaria, tal como quedó demostrado en esa gran manifestación del 2 de diciembre de 2006 en contra del entonces gobierno de Prodi (de un módico centroizquierda). Pueblo de la Libertad (¿de cuál?, quisiera saberlo), del que Berlusconi se consagró líder –y al hacerlo, también como “fundador de la derecha moderna”— durante el Congreso de marzo que oficializó su nueva formación política. Formación hasta bendecida por el Vaticano: “Por expresar los valores comunes italianos, entre los que los católicos constituyen una parte para nada secundaria” (L’Osservatore Romano). Pueblo de la Libertad, partido único al mejor estilo del fascio clásico, que llega con los rituales de un Congreso a manera de gran estructura pedagógica de masa para difundir la Libertad, ya que ésta se aprende, tautológicamente, con el ejercicio mismo de la libertad.
Bien visto: con este nuevo regalo que Berlusconi se hace, sus poderes aumentan. Y en la sincronía parece (casi) codiciar una larga estación de monopartidismo al gobierno. Con esto no estoy formulando ningún magicismo acerca de los tiempos venideros del bel paese, ya que el mismo Cavaliere hizo públicas sus pretensiones de reformar la Constitución con vistas a reforzar su autoridad y dominio; ya que, textual, por desgracia, el primer ministro de Italia no tiene los mismos poderes que los de las grandes democracias. Me pregunto en qué grandes democracias está pensando el señor presidente. Que ahora está trazando un itinerario para ir convirtiéndose –todo parece indicarlo– en Yo, el supremo. En su persona se condensan, por ahora, la figura de superlíder del Pueblo de la Libertad y la de jefe del gobierno.
A las que, eventualmente, al cabo de cinco años, que es cuando termina su mandato, pueda agregar el figurón de presidente de la República (lugar que hoy ocupa el primer jefe de Estado que formó parte del PCI, Giorgio Napolitano).
Berlusconi y su itinerario, que gracias a una propaganda martilleante se ha convertido en la mitología popular en una figura paterna e infalible, abismalmente superior a los “jerarcas en camisa negra” y corbata, y a los “prefectos”. Con su nuevo superpartido busca que todas las decisiones recaigan sobre él, obligando a la democracia a rumbear hacia el autoritarismo y apuntando a la concentración del poder en cada vez menos manos: las de un estrechísimo grupo que, como es lógico en un sistema que va cerrándose, no puede renovarse sino por el capricho o la intuición del jefe. Movida partidaria que como correlato tiene el deseo de llegar a un electorado más amplio que el de Forza Italia y que abarcaría “desde los pequeños artesanos hasta los empresarios, pasando por los estratos más populares y asustados [publicidad mediática mediante] por la globalización y la inmigración” (Página/12, 30/3/2009).
Es así que Italia vive el final de la coyuntura favorable de la economía mundial, mientras desde el “opositor” Partido Democrático o de un centroizquierda diluido voces como las de Di Pietro sostienen que Berlusconi pretende transformarse en un Ducetto. Un Mussolini en escala, digamos. Y detrás de la economía telegráfica de ese diminutivo que se pretende insultante, pero que en realidad resulta enternecedor –ya que lleva a cabo una alteración semántica y a la función diminutiva, en este caso, se le asocia una marca negativa, pero a la vez un matiz familiar, dejando en evidencia cierta implicación afectiva por parte de esa izquierda entre distraída y confundida, cuando no cómplice—, leo una falta de alternativas debida a la eliminación de toda dialéctica política. Italia, 2009. La “misma” Italia que en 1921 vio constituirse el Partido Comunista bajo la dirección de Amedeo Bordiga y de, ni más ni menos, Antonio Gramsci.
* Ensayista, profesor de la Universidad Nacional de General Sarmiento.
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