Sábado, 4 de julio de 2009 | Hoy
EL MUNDO › EN LA AMAZONIA PERUANA CON SOBREVIVIENTES DE LA MASACRE MILITAR
Los indígenas tienen miedo de hablar, pero cuando lo hacen cuentan que cuando el ejército atacó ellos estaban desarmando el piquete y que después de la matanza, un helicóptero hizo varios viajes para recoger los cadáveres.
Por Carlos Noriega
Desde Bagua
Para llegar a la comunidad aguaruna de Yamayaca, un poblado de 300 personas, hay que viajar tres horas en camioneta por una pista de tierra mal afirmada que parte de la ciudad de Bagua y se interna en la selva y luego cruzar el río Marañón, afluente del Amazonas, en una canoa o en un pequeño bote de madera, llamado “peque peque” por el ruido que hace su lento motor. Los aguarunas pertenecen a la familia étnica de los jíbaros. Su territorio tiene 22,700 kilómetros cuadrados y 60 mil pobladores. Las comunidades más alejadas están a cinco días de viaje desde Bagua, ciudad de 75 mil habitantes que está a mil kilómetros al noroeste de Lima. En la calle de tierra que cruza Yamayaca, donde dos niños juegan al fútbol pateando una lata, encontramos a Bacilio Dekentai. Nos dice que tiene 40 años y cuatro hijos y que vive de su chacra. Como en todas las comunidades aguarunas, lo que se siembra ahí es plátano y yuca, los dos alimentos básicos de la dieta de los nativos, y un poco de cacao y café. La lluvia ha convertido la calle en un lodazal. Los niños que jugaban han desaparecido.
Después de muchas dudas, Bacilio accede a contarnos lo que vio durante el cruento operativo policial para desalojar a los indígenas que bloqueaban una carretera en las afueras de Bagua, en la zona llamada la Curva del Diablo, exigiendo se derogue una serie de leyes que facilitan el ingreso de las transnacionales a su territorio. “Nos atacaron como si estuviéramos en la guerra. El ataque comenzó antes de las seis de la mañana. Los primeros disparos vinieron de un cerro. Como mil subimos al cerro pidiendo que no disparen, pero no nos hicieron caso. Estábamos desarmados porque nuestro paro era pacífico. Disparaban a matar. Había muchos muertos. Yo vi cuando mataron a dos heridos que estaban en el suelo.” En medio de la balacera, Bacilio se escondió en la parte alta del cerro. Asegura que desde ahí vio a un helicóptero recogiendo cadáveres. “Vi dos viajes del helicóptero. En cada viaje recogió como treinta muertos. Nadie sabe dónde los han llevado. Con mis propios ojos lo he visto.” Las cifras oficiales registran diez civiles y veinticuatro policías muertos.
A una hora de Yamayaca está la comunidad de Wawas. Mientras camina entre las pequeñas casas de caña, madera y techo de hojas de palmera en las que viven los 600 pobladores de Wawas, el apu (jefe) de la comunidad, Heriberto Tiwijan, nos relata su historia sobre lo ocurrido en la Curva del Diablo. “Yo estaba dirigiendo un grupo de 50 pobladores de mi comunidad. En total, éramos como tres mil. Nos atacaron por tierra y aire. Desde un helicóptero disparaban bombas lacrimógenas y balas. En la pista la policía avanzaba hacia nosotros disparando al cuerpo. También nos atacaban desde un cerro. Yo vi tres cuerpos quemados. Esos no están entre los diez cadáveres que hemos recuperado.”
Tiwijan nos lleva hasta la casa de uno de los heridos. Grimaniel César, que tiene 26 años y un hijo, está echado sobre el piso de tierra de su casa. Recibió un balazo en la pierna y no se puede parar. Apenas puede hablar por el dolor. “La bala me cayó en la parte de arriba de la pierna. Me entró por delante y salió por atrás. El dolor es muy fuerte. Siento que me quema por dentro. No tengo ninguna medicina para tomar.” Grimaniel respira profundo, hace un esfuerzo para aguantar el dolor, que se refleja con intensidad en su rostro, y continúa: “Subí al cerro cuando nos comenzaron a disparar desde ahí para pedir que no disparen. Los policías disparaban al cuerpo, a matar. Nunca pensamos que eso podía pasar. Las balas volaban por todos lados. Vi a diez hermanos caer muertos ahí en el cerro (el gobierno asegura que en el cerro murieron tres nativos). Los heridos en el cerro eran tantos que no se podían contar. Todos corrían para salvar su vida. Me impactó una bala en la pierna y caí al suelo. Un amigo tuvo valor y me cargó hasta la pista, donde había una ambulancia. Si la policía me encontraba herido seguro me mataba”.
Sekut Díaz, una mujer aguaruna de 36 años, también estuvo en la Curva del Diablo. Con el dolor marcado en el rostro y sacándose el temor de encima –“Tenemos mucho miedo de hablar y decir la verdad de lo que pasó porque después vienen las represalias, pero alguien debe hablar porque si nadie hace oír su voz nunca se sabrá la verdad”– denuncia que ella vio a la policía rematar a los heridos que habían quedado atrás porque nadie pudo ayudarlos a escapar. “Nos atacaron sin compasión, como si fuéramos el peor enemigo. Yo me escondí cerca de la pista y desde ahí he visto cómo la policía mataba a unos hermanos que estaban heridos; les dispararon cuando estaban en el piso. También vi cómo quemaron a otro hermano. Vi cómo ardía su cuerpo; movía los brazos y sus piernas.”
Huyendo de la Curva del Diablo los nativos llegaron hasta Bagua. Ahí la población mestiza de la ciudad se había levantado al escuchar de la represión contra los indígenas y la policía los estaba reprimiendo. “En Bagua vi a una mujer y a una niña heridas de bala, no sé qué pasó después con ellas, y también vi dos muertos: un mestizo gordo que tenía un balazo en el pecho y un hermano awajún (aguaruna), Felipe Sabio, al que la policía le disparó desde un techo. El hermano cayó por un balazo en la pierna y cuando estaba en el suelo los francotiradores lo remataron”, revela Salomón Awananch, apu de la comunidad de Nazareth.
En su casa de un ambiente en Wawas, la joven viuda de Felipe Sabio llora la muerte de su esposo con su pequeño hijo de pocos días de nacido en brazos. Es el cuarto de sus hijos y nació el 11 de junio, seis días después de que mataron a su padre. “Mis hijos se han quedado sin padre, sin nadie que vea por ellos. Dicen que las esposas y los hijos de los policías muertos están sufriendo y por eso el gobierno les va a dar una indemnización, pero a nosotros no nos reconocen nada. También exigimos una indemnización... ¿o acaso nosotros no estamos sufriendo, acaso mi esposo es un perro que ha muerto, acaso nosotros no somos también seres humanos?”, reclama, con la voz entrecortada y lágrimas de dolor, pero también de indignación y rabia por la manera como mataron a su esposo, y por la forma como el gobierno le hace sentir el olvido y marginación en que viven los pueblos indígenas.
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