Sábado, 4 de julio de 2009 | Hoy
EL PAíS › PANORAMA POLíTICO
Por J. M. Pasquini Durán
Algunas decisiones relacionadas con la porca peste y una lista, apenas asomada con la deposición del secretario Ricardo Jaime (soldado de Kirchner), de relevos entre funcionarios del Poder Ejecutivo han sido los primeros signos de respuesta a las demandas diversas expresadas en las urnas. Junto con el nuevo ministro de Salud, Juan Manzur, el Gobierno inauguró una serie de medidas para atender la epidemia, algunas de sensibilidad social, ya que la gravedad de la enfermedad consiste tanto en sus propios riesgos como en el creciente pánico de la población.
Dado que hay víctimas fatales, no es frecuente considerar otras consecuencias de la peste, pero las tiene y no son poco importantes. Por lo pronto, afectará el comercio, el turismo –en especial el brasileño–, y terminará golpeando los números de la economía nacional. Aunque hoy en día la angustia por la gripe es el sentimiento más generalizado entre la población, se puede reconocer que el disgusto principal de los votantes que habían recibido beneficios durante los cinco años de Néstor Kirchner tiene más que ver con que sienten que han dejado de percibirlos durante el período de Cristina.
Los anuncios oficiales –más vale tarde que nunca– fueron importantes por sus contenidos, pero también fueron útiles para diluir la impresión de que en la Casa Rosada había una sordera profunda y extendida. La epidemia produjo demandas inéditas, como la de barbijos, alcohol y medicamentos nuevos, e impuso un máximo esfuerzo a hospitales y clínicas, centros sanitarios barriales, laboratorios de análisis autorizados y hasta la contención psicológica. El personal médico quedó sometido a un estricto régimen de guardia permanente. Como no hubo coordinación central, cada jurisdicción aplicó las prevenciones que mejor le parecieron, desde clausuras generalizadas hasta precauciones mínimas.
Fuera de aquellos de sus miembros obligados a ejercer funciones ejecutivas, en los partidos políticos, sobre todo entre los congresistas recién electos, escasean proposiciones útiles para mejorar la atención pública y evitar el colapso del sistema de salud, aquello que la enfermedad y la angustia demandan como insumos imprescindibles. Esta es la primera oportunidad desperdiciada por el flamante bloque de la oposición, que ya hace alardes de todo lo que podrá hacer en colectivo.
El descontento de las clases medias no se traduce fácilmente en un contento con la oposición. Da, más bien, la impresión de que los votantes no eligieron a los mejores, sino a los que podían demostrar a los Kirchner su infelicidad. El corte de boletas en la provincia de Buenos Aires, aparte de una que otra promoción conspirativa, es un muestrario claro de esa intención del cuarto oscuro. No faltó información previa en el Poder Ejecutivo, pero fue recibida sin ninguna disposición a creer en dato alguno que confirmara esos sentimientos de la población. Es la misma actitud que tanto daño hizo durante el conflicto con la Mesa de Enlace por la Resolución 125.
Hay una brecha abierta entre el Gobierno y esas capas de la ciudadanía en las que ha bajado el nivel de aprobación de la gestión pública. Es cierto: el virus gripal no se rendirá ante un discurso de la Presidenta, pero una palabra de consuelo –en lugar del falso consejo pseudocientífico: “ésta es una gripe más”– para los que han perdido seres queridos, los que viven la angustia de la enfermedad y los que son carcomidos por la ansiedad, sería recibida como una debida muestra de apoyo y expresión de una visión humanitaria.
Aunque muchos en el Gobierno coinciden en que es preciso salir al encuentro de las bases, miembros del oficialismo rezongaron porque la primera actividad de la Presidenta fuera un viaje, luego postergado hasta anoche, a Honduras, donde los militares han consumado un golpe de Estado como en otros tiempos de la América latina. En este caso, sin embargo, quienes merecen la crítica son los demás partidos que se dicen democráticos, porque los más votados no sólo no salieron a apoyar la iniciativa en la OEA para integrar una comitiva de presidentes que vaya a pedir a Tegucigalpa la inmediata restitución del destituido, sino que tampoco presentaron iniciativas propias o movilizaciones públicas en contra del golpismo.
A lo mejor algunos creen que la gripe o los resultados electorales son más importantes que las malaventuranzas de un país centroamericano, y tal vez tengan razón... en el cortísimo plazo. Mirando más allá, es un disparate: en toda la región pululan núcleos civiles y militares esperando que pase la ola democrática para retomar las viejas opciones de toma del poder por la fuerza; nada más adictivo que el golpismo. Ese gatillo se dispara cada vez que un gobierno, como el hondureño depuesto, ataca intereses tradicionales o poderosos para obtener recursos destinados a la justicia social y al progreso político.
La democracia en América latina no tiene la potencia necesaria para resistir una escalada “gorila”. Por suerte, los Estados Unidos, la asamblea de las Naciones Unidas y la OEA se oponen a la destitución de Manuel Zelaya, como no sea por el voto popular. Es un mensaje de contención que debería ser apoyado por todas las fuerzas políticas y sociales que hacen gárgaras con palabras como democracia, libertad, libre expresión, república democrática, que repiten hasta los agitadores de la derecha. ¿O acaso no se animan porque Zelaya decidió encolumnarse en el ALBA comercial, al lado de Chávez?
Hay quienes aseguran que los comicios del 28 de junio inclinaron los votos en el país hacia la derecha, pero estas conclusiones rápidas, igual que todas las versiones que generalizan, merecen un rastrillado ideológico más fino antes de llegar a una firme conclusión. Por ejemplo: Pino Solanas, la sorpresa de la Capital, no puede ser catalogado en la derecha y más bien es rechazado por los líderes de esa tendencia, como Mauricio Macri, que llamó al cineasta un “romántico irresponsable”.
Es cierto, sin embargo, que las izquierdas han quedado marginadas de la nómina de sucesos, con las debidas excepciones, aunque todavía pueden coordinar fuerzas en el Congreso para llevar adelante iniciativas concretas. El propio Solanas, votado por uno de cada cuatro porteños, tiene una agenda de reivindicaciones que necesita ser traducida al lenguaje parlamentario y negociada con arte, como cuando el realizador buscaba fondos para sus obras cinematográficas. Por caso, una “ley Solanas” que ayude a recuperar a tantos jóvenes que hoy sólo tienen droga y delito en lugar de hogar y escuela no sólo honraría a su autor, sino a los ciudadanos que lo instalaron entre los diputados nacionales a partir del 10 de diciembre.
Pese a que las elecciones del 28 de junio eran de turno intermedio, la idea de darles significado de batalla nacional “entre dos modelos” dividió a los votantes en tres tercios principales, dos de centroderecha y uno oficial. En el medio de esos conglomerados, como siempre, está el peronismo, buscando rumbo para el futuro. En esa búsqueda, que suele ser turbulenta, hasta los Kirchner tienen chance, porque aún conservan un atributo que entre los políticos de la misma raíz suele respetarse: poder.
Por el momento, el paisaje es el de un panal alborotado y, en esa confusión, pueden distinguirse rancios grupos de caciques jubilados y otros de jóvenes guerreros convencidos de que ha llegado su hora de gloria. No será fácil regresar a la tribu a sus quehaceres domésticos. En sus devaneos internos se alberga un anhelo mayor, que es la definición del posible sucesor presidencial.
Los que consideran acabados a los Kirchner como competidores de altura se ven predestinados para ese puesto. Pero, como en todo arranque, el pelotón de aspirantes es simplemente eso, un pelotón, una forma multicolor de hombres y mujeres que todavía no han perdido la fe. Esas ambiciones son parte de la savia democrática, un sistema donde los poderosos de ayer pierden pie de un día para el otro y donde los ciudadanos anónimos, el “hombre gris” de Roberto Mariani, ejerce con su voto una voluntad que confirma o desconcierta cualquier pronóstico. Participar, en el acierto o el error, de la obligación común de encontrar un destino nacional es una gesta interminable, como se puede ver a lo largo de doscientos años de vida de la Patria.
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