Lunes, 2 de noviembre de 2009 | Hoy
EL MUNDO › OPINIóN
Por Súlim Granovsky *
Mehemet Talaat fue ministro del Interior del Triunvirato que ordenó el exterminio de 1.500.000 armenios en el período 1915-1923. La excusa fue que durante la Primera Guerra Mundial que estaba desarrollándose, los armenios eran espías de los rusos, que combatían a los turcos junto con Francia e Inglaterra. Ninguna novela de intrigas internacionales, la más absurdamente fantasiosa, imagina semejante caudal de espías, pero esa falsa justificación permitió que sólo en una noche se asesinase a la élite cultural armenia capaz de organizar la resistencia, se diese un segundo paso al incorporar a las fuerzas armadas a los hombres de hasta 45 años para desmovilizarlos luego, quitarles las armas y condenarlos a trabajos forzados donde fueron muriendo por el trato cruel, el hambre y las inclemencias del tiempo. Tampoco eran espías las jóvenes armenias tatuadas en la cara para evitar su fuga antes de esclavizarlas en los harenes, ni las viejas y los viejos, y los niños condenados a cruzar a pie el desierto en pos de un exilio en Siria al que muy pocos accederían porque eran muertos a hachazos en los caminos por los soldados turcos.
El 15 de mayo de 1915 una circular de Talaat decía: “Ha sido precedentemente comunicado que el Gobierno, por orden de la Asamblea, ha decidido exterminar totalmente a los armenios que viven en Turquía. Quienes se opongan a esta orden no pueden ejercer función alguna de gobierno. Sin miramientos hacia las mujeres, niños e inválidos, por trágicos que sean los medios de traslado, se debe poner fin a su existencia”.
La verdadera razón era establecer un panturquismo que cubriese las heridas del desmembramiento del Imperio otomano. Para lograrlo había que apropiarse de territorios nacionales y confiscar los bienes de sus habitantes, terminar con las diferencias culturales, religiosas y lingüísticas, con las etnias como la armenia, que había convivido con los otomanos sin problemas seis siglos, aportando asesores de gobierno a los sultanes, comerciantes, industriales e intelectuales de activa participación en la vida doméstica. Ya lo había advertido Talaat, luego ministro de Interior de Turquía, en el Congreso Secreto del Partido Unión y Progreso, Salónica, deliberaciones 31 agosto/14 de septiembre de 1910: “Es necesario adoptar una política centralizadora e imponer el panturquismo recurriendo, en caso necesario, al extermino de los disidentes.”
Antes y después de acceder a la conducción de la República Turca, Mustafá Kemal no sólo había tenido intervención personal en el genocidio, sino que durante su presidencia, el gobierno indultó a los genocidas que habían sido juzgados en un corto tiempo democrático por un tribunal turco en 1919 y levantó un mausoleo a Talaat en Shishli, Estambul.
Siendo presidente de la Asamblea Nacional, Kemal enfrentó militarmente a los griegos y los armenios y les quitó los territorios que habían ganado por el Tratado de Sèvres, usurpación que luego perfeccionó el Tratado de Lausana.
En el haber de Mustafá Kemal y sus partidarios está acreditado 1) el exterminio de las poblaciones armenias de Cilicia y la profanación de sus templos y monumentos; 2) el incendio y destrucción de Esmirna en septiembre de 1922, donde fueron asesinados cientos de miles de griegos y armenios.
Se dice que si la Sociedad de Naciones hubiese condenado el exterminio de los armenios, el primero del siglo XX, tal vez se hubiese evitado el segundo, el Holocausto nazi, que asesinó a seis millones de judíos, un millón de gitanos, quinientos mil homosexuales y un número indeterminado de políticos, discapacitados y débiles mentales.
¿Cuál hubiese sido la suerte de aquellos gobernantes genocidas si la Convención Para la Prevención y Sanción del Delito de Genocidio aprobada por las Naciones Unidas en 1948 hubiese tenido un antecedente semejante en aquel tiempo? ¿Y si hubiese existido un organismo como el actual Tribunal Penal Internacional?
Talaat y los otros responsables del Exterminio hubiesen sido juzgados por un tribunal como el Nuremberg y condenados como los jerarcas nazis. La Justicia los hubiese perseguido por el mundo si lograban fugarse y cualquier país estaría habilitado a juzgarlos (los casos actuales de España. Francia o Italia e Israel enjuiciando a genocidas fuera del propio país donde cometieron sus asesinatos).
Los protocolos firmados en Suiza por gobernantes armenios y turcos no aportan justicia, ni aún tardía, al Exterminio armenio. Sensatamente nadie discute la necesidad para la paz mundial que dos países limítrofes mantengan relaciones diplomáticas, culturales y económicas. Que las fronteras sean pasos y no cerrojos, aunque hay que recordar que la frontera fue cerrada unilateralmente por Turquía.
A la vista no hay un final feliz para la grave coyuntura. Los protocolos derivan a un desconocido comité de historiadores que con seguridad producirá un engendro por el cual el exterminio no sea un exterminio y se imponga la tesis negacionista de Turquía. Tan claro es, que ningún texto menciona por su nombre el Exterminio. Tampoco resuelve el conflicto de Nagorno Karabagh.
La balanza está inclinada a favor de Turquía. Si se impone su tesitura negacionista y el Exterminio no es tal sino una tragedia, el gobierno causante del holocausto queda eximido de toda responsabilidad resarcitoria. Las tragedias de la naturaleza, como los terremotos, los tsunamis, o las inundaciones no son culpa de las autoridades del país donde suceden. A lo sumo su responsabilidad se limita a resolver los estragos.
Las convenciones vigentes actualmente reconocen el derecho de los sobrevivientes y sus herederos a recuperar los bienes y percibir las indemnizaciones por las acciones de los Estados y sus gobernantes responsables del latrocinio, porque el genocidio es un crimen de lesa humanidad que no prescribe. La República de Armenia –que firma los protocolos– también tiene esos derechos reivindicativos. La teoría de la continuidad jurídica de los Estados hizo posible que la República Alemana asumiese los costos por las acciones del Tercer Reich.
Por otra parte los protocolos le abren las puertas de la UE a Turquía, cuyo ingreso era resistido por su negacionismo respecto del Exterminio de 1915/1923.
Es comprensible el rechazo unánime de la propia población de la República Armenia y de la cohesionada diáspora a través de sus asociaciones comunitarias distribuidas por todo el mundo. O habrá que admitir que tenía razón Adolfo Hitler cuando tras arengar a sus generales antes de invadir Polonia y autorizarlos a terminar con los eslavos, les anticipaba la impunidad porque, decía, “¿Quién se acuerda del exterminio de los armenios?”
* Autor del libro Exterminio armenio, ¿holocausto olvidado o silenciado?, en proceso de edición.
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