Lunes, 2 de noviembre de 2009 | Hoy
EL PAíS › A 32 AñOS DE LA DESAPARICIóN DE JUAN CARLOS PANIZZA Y LAS HERMANAS ABADíA CRESPO, QUE TRABAJABAN EN FáBRICAS DE VILLA ADELINA
Entre el 27 de octubre y el 2 de noviembre de 1977, once trabajadores ceramistas fueron secuestrados en el norte del conurbano. A través del testimonio de familiares y amigos, aquí se recuperan las historias de vida de tres de ellos.
Por Gustavo Veiga
Las hermanas Dominga y Felicidad Abadía Crespo tenían en común con Juan Carlos Panizza la misma vocación de lucha y el mismo gremio. Trabajaban en dos fábricas ceramistas de Villa Adelina, ellas en Lozadur, y él en Cattaneo. Hoy se cumplen 32 años de la desaparición de las jóvenes; el 27 de octubre se cumplió el mismo aniversario del secuestro de Cumpa o Cumpita, como lo llamaban sus compañeros. Sus casos son apenas tres entre un número indeterminado de obreros y obreras que la dictadura militar arrancó de sus casas y trabajos aquellas noches de 1977. Sus familiares acaban de presentar una querella junto a la hermana de Salvador Miguel Scarpato y el viudo y la hija de Sofía Tomasa Cardozo, otros desaparecidos que pertenecían al sindicato. Todos sospechan que se los llevaron grupos de tareas de la Escuela de Comunicaciones del Comando de Institutos Militares, con sede en Campo de Mayo, según se desprende de documentos desclasificados de la Embajada de Estados Unidos. Los ceramistas, en un puñado de días de aquella trágica primavera, robustecieron el 30,2 por ciento de las desapariciones que tuvo el proletariado industrial en aquella etapa.
De los registros que lleva la Comisión por la Memoria de Zona Norte, surge que entre las noches del 27 de octubre y el 2 de noviembre del ’77 fueron secuestrados once ceramistas. Cuatro eran mujeres y se desempeñaban en Lozadur: las hermanas Abadía Crespo, Cardozo y Elba María Puente Campo. La fábrica estaba en la calle Perito Moreno 2610 y dejó de operar cuando quebró. El municipio de San Isidro adquirió el terreno y ahora funciona allí un complejo polideportivo. En el mismo predio se inauguró una chacra educativa que desarrolla actividades para todos los colegios de la zona bajo el patrocinio de la Asociación San Isidro XXI. Un destino parecido tuvieron las instalaciones de Cattaneo. En Thames 1098 se encuentra el colegio religioso bilingüe De Todos los Santos.
Dominga nació en Folgoso de la Carballeda, provincia española de Zamora, el 9 de marzo de 1950. Sus padres, Rosendo Abadía y Baltasara Crespo, decidieron emigrar a la Argentina a principios de los ’50, empujados por la miseria y la dictadura franquista. El matrimonio tuvo a Felicidad, la menor, cuando ya se había instalado en Del Viso, el 1º de septiembre de 1952.
Brígida Crespo vive con su esposo, Alfonso, en el mismo pueblo español donde nació su prima mayor y crecen los carballos –una especie de roble–como el ombú en La Pampa. Tiene dos hijos y trabaja de ordenanza en un colegio. En 2005 y después de un viaje en plena crisis de 2001, decidió llevar a su tía de regreso a su pueblo natal. Baltasara o Sara, como le dicen, había quedado sola en Del Viso tras la desaparición de sus hijas y del fallecimiento de su marido, poco después.
“Con mis primas, por desgracia, no compartí nada. Yo nací en el ’58, pero nunca hasta el 2001 tuve la suerte de viajar a la Argentina. A mi tía la conocí el día del regreso a España y al verla nomás me di cuenta de su parecido enorme con mi papá. Enseguida conectamos. Será porque llevamos la misma sangre. La acogí en mi pueblo, su pueblo, a los 86 años y el 6 de enero cumplirá 90. Mis primas, donde quiera que estén, han hecho un milagro”, dice Brigi, como la llaman.
En Folgoso de la Carballeda se enteró de la desaparición de Dominga y Felicidad ocho meses más tarde. “Yo era muy jovencita y los mayores nada pudieron hacer desde aquí. Corría junio del ’78, se intentó averiguar y denunciar lo que les había ocurrido, pero eran tiempos malos para España, pasábamos la transición”. Gracias a las esporádicas conversaciones con su tía y a las charlas telefónicas con el ex novio de Dominga, un farmacéutico de Del Viso que se llama Fernando Herrera, Brígida reconstruyó lo que pasó. En la querella presentada ante la Justicia federal se describe aquella noche del ’77.
“A las 23.45 llegaron a su casa, en 9 de Julio 830, Del Viso, dos individuos que saltaron la verja de entrada; uno de ellos, quien comandaba el operativo, vestía de civil y con fuertes golpes en la puerta obligó al padre de Dominga y Felicidad a levantarse. Le dijeron que eran policías y exhibieron credenciales, obviamente falsas. Uno de ellos sacó un arma corta y encañonó al padre. Ingresaron a la casa con un soldado con ametralladora. Ese soldado, por órdenes de quien dirigía el allanamiento ilegal, mantuvo al padre y la madre de Dominga y Felicidad con el cuerpo mirando hacia el piso mientras revisaban las habitaciones de sus hijas, a quienes ordenaron que se vistieran.”
Herrera conoció a Dominga en 1975, en el club del barrio que tenía una pista de tierra para bailar. Coincide con otros testimonios en que su pareja había sido delegada antes del golpe y de la intervención militar a Lozadur: “Ella era una mina totalmente decente, sana, buena gente. Un modelo de mujer, sin idealizarla. La quería mucho. Nos peleábamos en discusiones políticas. Yo era de Franja Morada. Teníamos proyectos a futuro. Como pude investigué lo que había pasado a través de un militar que era un pariente lejano, el subinterventor del sindicato Luz y Fuerza. Pero comenzaron a apretarme, igual que al novio de Felicidad. Entonces me fui a Coronel Pringles y a Cipolletti unos seis meses. Dominga tenía 27 años y yo era dos años menor”.
La fábrica estaba en ebullición por conflictos salariales desde 1973. Había sido tomada en mayo de ese año y vuelta a ocupar en septiembre de 1975. El sindicato de ceramistas vivía un enfrentamiento interno entre la derecha del peronismo y Montoneros. El 13 de febrero del ‘76 apareció asesinado Juan Pablo Lobos, delegado de Lozadur. Todas las plantas del ramo se paralizaron 24 horas en repudio por el crimen. Después del golpe, la Federación Obrera Ceramista fue intervenida y quedó a cargo del comandante de Gendarmería Máximo Milarck. Ya en 1977, un reclamo salarial motivó que a dos operarios se los citara en el Ministerio de Trabajo para intimidarlos si no levantaban la medida. Así ocurrió ante el jefe de personal de la fábrica, apellidado Penna, un tal capitán Martínez y el gendarme. Uno de los obreros presentes, Ramón Pablo Villanueva, desapareció el 2 de noviembre, la misma noche que las cuatro compañeras y dos trabajadores más: Ismael Notaliberto y Francisco Fernando Palavecino. Fueron siete en total de Lozadur.
Los documentos desclasificados por EE.UU. sostienen que hubo “entre 15 y 20 desapariciones de trabajadores de Lozadur en noviembre de 1977 y de 5 a 10 de otras plantas de cerámica en el área, durante el mismo período. La fuente cree que las desapariciones son el resultado de una operación de seguridad en el área, posiblemente por elementos de la inteligencia operando desde la Escuela de Comunicaciones en el cercano Campo de Mayo”.
Juan Carlos Panizza abandonó Rosario del Tala, su pueblo entrerriano, cuando era adolescente. Su sueño era viajar, conocer el mar y para eso había emprendido una aventura de la que se arrepentiría. Creyó que inscribiéndose en la ESMA, para hacer carrera en la Marina, tendría esas oportunidades. Pero la disciplina pretoriana lo disuadió y desertó. Por eso ocultó durante bastante tiempo sus documentos, hasta que instalado con unos primos en Villa Adelina, conoció a Liliana, siete años menor que él. Las fotografías que atesora su compañera muestran a los dos radiantes. El era alto, “de unos ojos verdes...”, suspira ella. “Era un tipo de engancharse en las polémicas, no se callaba lo que pensaba, reclamaba lo que le parecía justo. Estuvimos como dos años de novios y nos casamos, yo con 20 y Juan Carlos con 27. Cuando desapareció apenas habían pasado ocho meses de la boda”, recuerda Liliana, una psicóloga de modos muy suaves que tiene su consultorio en Villa Crespo.
Cumpa, como le decían, viajaba todos los días hasta la planta de Cattaneo en el colectivo 314. Su novia y esposa no le conoció otro trabajo que, cuando él hacía turnos de noche, en el sector del horno, apenas les permitían cruzarse unos minutos. Panizza llegaba como a las seis o siete de la mañana a la casita que alquilaban en Martínez justo cuando Liliana salía para el laboratorio Roche de Olivos, donde era empleada. Al regresar ella, estaban un rato juntos y él volvía a partir hacia la fábrica.
“La verdad es que no puedo contar cosas feas porque vivíamos nuestra luna de miel. Hacía ocho meses que nos habíamos casado. Eramos felices, teníamos proyectos, queríamos estudiar porque yo no había terminado el secundario y él quería seguir abogacía”, cuenta la mujer, acompañada por su colega Adriana Taboada, quien aporta datos adicionales sobre Panizza: “Un ex compañero de él, Alonso, dice que no tenía militancia partidaria. Pero sí que mantenía un compromiso con la organización sindical. En ese sentido era un obrero organizado, consciente, aunque no partidario”.
Las dos mujeres buscan junto a los demás integrantes de la Comisión por la Memoria de Zona Norte, a familiares, amigos y compañeros de los trabajadores desaparecidos del gremio ceramista que puedan ofrecer su testimonio (quienes deseen colaborar con información pueden escribir al correo [email protected]).
“Yo empecé a crecer al lado de él. Y me topé con un mundo que desconocía. Cuando desapareció pensé que iba a volver. Me pasé quince días sentada en la puerta esperándolo. Un amigo médico me dijo: ‘Olvidate’. Yo me enojé muchísimo. No creía que le había pasado algo. Al tiempo me empecé a dar cuenta de que no vendría y me acerqué a Familiares, como me conecté con otros en el Ministerio del Interior. Mi papá fue a ver al jefe de personal de la empresa, un tal De Robertis, y le preguntó cómo podían permitir que se llevaran a alguien de ahí adentro. Le dijo que ellos habían presentado la denuncia policial correspondiente”, evoca Liliana. Todos los trámites y denuncias posibles fueron realizados desde aquel 27 de octubre del ’77, cuando comenzó la razzia de los grupos de tareas en las combativas fábricas ceramistas. En el caso de Panizza, se presentó un hábeas corpus, se hicieron gestiones ante Coordinación Federal, el Comando en Jefe del Ejército y se gestionaron sucesivas entrevistas ante Interior. Liliana tuvo que tolerar comentarios procaces del personal militar (“¿está segura que no se fue con otra?”). Hasta les envió cartas a las más altas autoridades eclesiásticas de Argentina y El Vaticano.
La pareja había recibido indicios de lo que podría pasarle a Juan Carlos. “Un día él levantó el teléfono y se quedó pálido. Le pregunté qué pasaba y no me decía hasta que agarré el aparato y del otro lado de la línea se escuchaban gritos. Unos gritos desgarradores. Pienso que él sabía que lo vendrían a buscar. El día que se lo llevaron se despidió antes de ir a trabajar y me dijo: ‘Deciles a tus viejos que se queden’. Y yo le respondí: ‘¿Para qué?’. Até cabos y bueno, nada, así fue”, cuenta.
Al joven de Rosario del Tala lo secuestraron de la planta de cerámicos el mismo día que a Faustino Gregorio Romero, José Agustín Ponce y Jorge Carlos Ozeldín, obreros de Cattaneo. Al último lo sacaron de su casa y se lo vio por última vez junto a Panizza en la empresa. “Todos juntos la misma noche. Una cosa tiene que estar vinculada con la otra”, dice Liliana, que reconstruyó las últimas horas de su esposo gracias al testimonio de una hermana de Ozeldín.
Muy a su pesar, tramitó el juicio de ausencia con presunción de fallecimiento cuya sentencia salió en 1996. El grupo de tareas que secuestró al trabajador de Cattaneo que nunca pudo conocer el mar habría sido del Ejército, aunque cuando llegó a la fábrica presentó credenciales falsas de Coordinación Federal.
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