EL MUNDO › COMO BAGDAD SE CONVIRTIO EN UN INFIERNO EN APENAS 48 HORAS
El día en que vivimos mortalmente
Los periodistas ya no pueden salir de los hoteles. Ya no hay policías en las calles, patrulladas por milicianos y kamikazes.
Por Francisco Peregil *
Desde Bagdad
Hace menos de una semana quedó terminantemente prohibido para cualquier periodista salir a la calle sin la compañía de un guía del Ministerio de Información. Desde hace dos días, sin embargo, la mayoría de los guías no acuden a sus puestos de trabajo. Y muchos conductores, tampoco. Prefieren proteger la vida de sus familias y la de ellos mismos antes que los jugosos dólares que pueden ganar estos días. Nadie puede garantizar ya nada. Ni las familias ricas, ni las pobres, ni periodistas, ni cocineros. Nadie respira seguro en la ciudad. Ni bajo techo, ni a cielo abierto, ni en los sótanos. Familiares, amigos y compañeros, suelen terminar con la misma expresión todas las conversaciones con los periodistas enviados a Bagdad. “Cuídate, ¿eh?, cuídate mucho”.
Vale, de acuerdo, pero, ¿cómo? Lo decía esta semana el jefe de cirugía del hospital Al Kindi, en Bagdad: “Ahora mismo no hay un metro cuadrado donde se pueda estar seguro en Irak”. El se había llevado a su familia a una habitación del centro sanitario, pero eso no garantizaba nada. Hace tres días las bombas arreciaron en los alrededores del hospital. Y los médicos tuvieron que tragarse el miedo y los temblores para seguir operando.
“No salgan estos días del hotel”, aconsejan los jefes desde Madrid. El hotel, en efecto, parece un lugar seguro. Se asoma uno a la ventana y parece que ve la guerra en la pantalla más grande del mundo. Pasan los aviones, los tanques, los cañones antiaéreos, las tropas que avanzan, las que se rinden, los palacios que arden, los tanques sobre los puentes... todo eso lo puede ver uno en calzoncillos, desde una novena planta, cepillándose los dientes o con una lata de Pepsi Cola en la mano, ahí, a 100, a 300 o a 400 metros, el olor a pólvora y el sonido de bombas entre el croar de ranas y el canto de los gallos. No se tenía sensación de peligro.
Decenas de familias iraquíes se han alojado en el hotel Sheraton, uno de los destinados a los periodistas, porque creen que están más seguros aquí. Pero si supieran todas las inquietudes que se plantean los periodistas a lo mejor no pagarían hasta cien dólares diarios –una auténtica fortuna en Irak– por quedarse en el Sheraton. Nadie puede estar seguro. Ni los niños de las familias ricas, ni los que aguardan a la puerta del hotel –”¡mister, mister!”– para limpiar las botas. Ni siquiera los heridos ya bien mutilados que llegaron a los hospitales con una pierna, un brazo o media cara destrozada, descansan seguros en sus camas.
“Lo que más me preocupa”, comentaba ayer por la mañana un compañero, “es que ahora pueden llegar unos cuantos milicianos al hotel y aquí no hay protección ninguna. Con cuatro armas hacen lo que les dé la gana con todos nosotros. Y si ustedes se dan cuenta los milicianos que se ven ahora por las calles no son los que había estos días atrás. Son gente que se apuntan a última hora, al revuelo, buscando sacar tajada del desorden”.
“A mí lo que me que más me inquieta –reconocía otra compañera– son todos esos kamikazes que han venido desde otros países a dar su vida y están por ahí en la ciudad esperando una orden. Como les ordenen que se conviertan en hombres bombas, cualquier sitio de la ciudad se puede convertir en un infierno. Bueno, y que no les de por venir al hotel a tomarnos de rehenes.”
“Pues a mí –comentaba otro compañero– no se me va de la cabeza que en un momento dado, si lo ven todo perdido aquí, se puede echar manos del ántrax y que toda la ciudad se convierta en un holocausto.” La falsa sensación de seguridad ha desaparecido. Ahora reina la inquietud. Toda esa burocracia de acreditaciones, de renovación de visado, de horas de espera se han acabado. Los pasos se han vuelto más rápidos, las calles másdesiertas. La mayoría de los compañeros que tiene chaleco y casco ya no lo dejan en el ropero de la habitación. Y muchos que quieren marcharse de la ciudad no lo hacen por miedo a que no vaya a ser peor la solución que el problema. “Esto se ha convertido en una ratonera, amigo”, comentaba hace pocas horas un reportero.
Un avión F-18 se paseaba durante varios minutos de forma inmune sobre los edificios de los hoteles Palestine y Sheraton dejando un rastro de inquietud y estruendo. “¿Qué pretende? ¿A qué viene esa prepotencia?”, se preguntaban algunos colegas. Hace dos días se veían cañones antiaéreos iraquíes emboscados debajo de algunos puentes. Pero el avión planeaba y planeaba sobre las cabezas sin que se escucharan tiros de cañones antiaéreos.
Mientras la batalla ha entrado en sus horas decisivas, la gente que se encuentra en Bagdad vive las horas más indecisas. El humo de las hogueras de petróleo se confunde con el humo de los bombardeos. Durante varias horas al día en el Sheraton no hay agua corriente ni luz eléctrica. Las toallas no las cambian desde hace una semana. De fondo, ya no sólo se oyen bombas, sino que se ven helicópteros Apache, tanques estacionados en los puentes, y a ratos se oyen tiros de ametralladoras o rifles.
Hay un compañero que siempre dice que lo peor está por venir. Pero ayer cambió ligeramente su expresión y dijo: “Esto es mucho más terrible de lo que yo imaginaba”. En la habitación 1502 del hotel Palestine mataron a nuestro compañero José y a otro de la agencia Reuters. ¿La excusa? Que había francotiradores en el edificio. Ningún periodista, ni en la planta 16, ni en la 17, ni ninguno de los que se hallaban fuera del edificio vieron a nadie apostado allí ni oyeron tiros desde el edificio.
Olga Rodríguez, la enviada especial de la cadena Ser, se encontraba justo en la planta superior adonde impactó el proyectil. Se hallaba también en la terraza. El teléfono le sonó dos segundos antes del disparo y eso le salvó de mayores lesiones que la que ha sufrido en un oído. Cuestión de suerte. A todo el mundo se le dice “cuídate” y todos procuran cuidarse. Pero ni Julio, ni José, ni tal vez la gran mayoría de los colegas muertos, hicieron más tontería en esta guerra que cumplir con su deber. Los cientos de civiles que han muerto, y los miles de heridos que se revuelven en sus camas tampoco cometieron más imprudencia que vivir en Bagdad. La ciudad donde nadie se encuentra seguro.
* De El País de Madrid. Especial para Página/12.