EL MUNDO › OPINION
A imagen y semejanza
Por James Neilson
Extraño imperio el estadounidense. Sin habérselo propuesto, los halcones más combativos de Washington se han comprometido con una estrategia que, de instrumentarse con éxito, significaría el fin de su propia supremacía planetaria porque reduciría a Estados Unidos al status de un país “avanzado” entre docenas, algunos de los cuales serían llamativamente más grandes. En parte por motivos de seguridad, pero también por querer propagar con celo evangélico las ventajas a su juicio indiscutibles del “estilo norteamericano de vida”, se han fijado la meta nada humilde de democratizar por las buenas o por las malas el mundo entero. Aunque se hayan equivocado los muchos que dicen que es absurdo creer que pueda imponerse la democracia por las armas –¿Alemania? ¿Japón? ¿Italia?–, no cabe duda de que se trata de un proyecto extraordinariamente ambicioso, además de uno que, pensándolo bien, podría tener consecuencias bastante distintas de las deseadas.
A muchos no les gusta para nada, pero es evidente que la fórmula pregonada por los norteamericanos, democracia más capitalismo “en serio”, es por un margen muy amplio la más eficaz de todas. Por lo tanto, es contradictorio que sus dueños hayan decidido venderla a rivales en potencia. Desde el punto de vista de alguien resuelto a perpetuar la hegemonía anglosajona, sería mucho más lógico insistir en que otros países sigan aferrándose a los esquemas pedestres que, por las razones que fueran, dicen preferir. Por cierto, el que hayan triunfado los comunistas en China después de la Segunda Guerra Mundial hizo más que ningún otro factor para asegurar que el siglo XX y, quizás, el XXI también, fueran “norteamericanos”: de haber evolucionado lo que sería la República Popular a un ritmo similar al logrado por Taiwán –y ni hablar de Singapur y Hong Kong– ya tendría una economía dos o tres veces mayor que la estadounidense además, se supone, de las aspiraciones hegemónicas correspondientes. Asimismo, de funcionar los planes de Estados Unidos para Irak y, después, para todo el mundo musulmán, dentro de un par de generaciones surgiría un pelotón de países enormes acaso tranquilos pero ello no obstante capaces de provocarles problemas mucho más graves que los ocasionados repetidamente por Francia. Por tanto, un geopolítico norteamericano realista diría que lo mejor sería promover variantes políticas arcaicas, con tal que sean pacíficas, recomendándoles a los rezagados que prueben cualquier cosa con tal que no sea ni capitalista ni democrática por haber resultado el elixir así supuesto mucho más potente que aquellas “armas de destrucción masiva” de que se habla.